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Reportaje:PURO TEATRO

Las matemáticas perjudican seriamente la salud

Marcos Ordóñez

Me ha pasado con A disappearing number (Un número que desaparece), lo último de Simon McBurney / Complicité (en el Lliure) lo mismo que con Wall-E, la nueva película del sello Píxar. Cuando llevaba cuarenta minutos al borde de la letargia comencé a sentirme fatal. "Dios santo, ¿qué sucede aquí? ¿Dónde ha ido a parar mi sensibilidad? Me dijeron que esto era extraordinario, una obra maestra. Y es deslumbrante, desde luego. Cuánto trabajo. Qué escenas más curradas. Entonces ¿por qué me estoy aburriendo tanto?". Fastidia reconocerlo, pero seguimos patrones sensoriales preconcebidos. Como en las famosas recomendaciones de Amazon: "Si le gustaron Ratatouille y Los increíbles, le tiene que gustar Wall-E. Si adoró Lucie Cabrol, La calle de los cocodrilos o Mnemonic, adorará A disappearing number". Subtexto culpable: "¡Y ay de usted si no es así!". Por supuesto que los actores de A disappearing number son extraordinarios. Y los juegos de luz, y la música, y la dirección de McBurney. No podía pararme a tomar notas de tan apabullante como era todo: apenas acababa una escena de Madrás cuando ya estaba empezando otra en Cambridge, y en tiempos distintos: de la India actual te transportaban en un pispás al Trinity College de 1920.

La mejor metáfora de la función es esa pizarra basculante, cuajada de fórmulas matemáticas, que gira y gira y absorbe a los actores
Hay escenas portentosamente resueltas y una formidable idea narrativa, pero el espectáculo degenera en comedia trivial

La mejor metáfora de la función es esa pizarra basculante, cuajada de fórmulas matemáticas, que gira y gira y se convierte en una pantalla y absorbe a los actores y los transmuta en nuevos personajes, más túnel de lavado que agujero negro, ahora que lo pienso, porque lo que parecían ideas resultan ser, en reposo, meros enunciados con escaso desarrollo.

Ah, las "fascinantes conexiones y disparidades entre Oriente y Occidente". Oh, la "belleza de lo incomprensible". Uh, el "misterio de la mortalidad". O la frase con la que el señor McBurney, en el programa de mano, intenta condensar las anteriores: "La obra atraviesa tres continentes y diversas historias para urdir un patrón teatral provocativo sobre nuestra compulsiva necesidad de entender". Hombre, pues sí. No sé si será compulsiva, pero nos gusta entender. Un poco. Y ni durante ni después logro yo sacar el agua clara de lo que pretende contarnos A disappearing number. Parte de ese viaje requiere escasas alforjas. Justo al principio, cuando la matemática Ruth Minnen (Saskia Reeves) lleva cinco minutos intentando explicarnos un abstruso teorema, aparece un miembro de la compañía para revelar que sus gafas no llevan vidrios, que no es una profesora sino una actriz y que "lo único real en el escenario son los números". Aclarado este concepto chistoso pero banalísimo, comienza la historia. O las historias. A continuación, muy resumido, lo que yo entendí. Segmento a): Ruth Minnen viaja de Inglaterra a la India tras las huellas de Srinivasa Ramanujan, un matemático visionario, precursor de la "teoría de las cuerdas" (esto tiene difícil resumen) y se enamora de Al Cooper (Firdous Bamji), americano de origen hindú que se dedica a la investigación de mercados y viaja constantemente, desdorando su vida de pareja. Segmento b): Ramanujan (Shane Shambhu) viaja de la India a Inglaterra, invitado por su colega G. H. Hardy (David Annen), que babea ante su talento autodidacta. Ambos existieron y, según McBurney, su colaboración matemática fue "la más misteriosa y romántica de todos los tiempos". Sobre el papel será, porque yo esperaba ver algo similar a la conmovedora historia de Luria y Shereshevski en Je suis un phénomene, de Peter Brook, y me encontré con un Hardy más tieso que un palo, enumerando datos sin una gota de sentimiento. Los segmentos a) y b) se alternan para llegar a una conclusión conjunta: tanto Ruth Minnen como Ramanujan mueren víctimas de su obsesiva tarea (aneurisma cerebral, consunción galopante), de lo que puede deducirse que, c), las matemáticas perjudican seriamente la salud. ¿Podemos extraer alguna otra conclusión, señores académicos? Miríadas, según McBurney, porque para él "todo está conectado". Ejemplo de vínculo metafísico, pautas paralelas o, ya puestos, la cosa cordológica: las cifras finales del número telefónico de Ruth Minnen coinciden, oh maravilla, con las del taxi que toma Cooper cuando regresa a Madrás. Esas moscas atadas por el rabo suelen volar alto cuando juega con ellas un autor de la talla de Stoppard (Arcadia, Indian Ink) o Sondheim (Sunday in the park with George), pero en el caso de McBurney el bosque no deja ver los árboles. Lo sé, soy injusto. Hay escenas portentosamente resueltas (la muerte de Ramanujan, embebida en el ritmo contemplativo de El río, de Renoir, lo que no es moco de pavo) y una formidable idea narrativa, cuando Cooper se queda encerrado toda una noche en el aula de Ruth y rememora su historia mientras despliega sobre una mesa los objetos de su esposa muerta, pero ese núcleo de emoción verdadera, el más hondo de todo el espectáculo, pronto degenera en comedia trivial (la conversación con la operadora para recuperar el número de Ruth) o en pomposas especulaciones sobre el infinito, ese lugar donde, al parecer, se fusionarán nuestros respectivos sulfatos de calcio. Departamento de Comparaciones Odiosas: ¿por qué me parece A disappearing number, con toda su brillantez formal, una pálida copia de los mejores trabajos de Robert Lepage? Porque he olvidado las tramas argumentales de la Trilogie des Dragons, de Les sept rivages o The Other Side of the Moon pero no olvidaré sus atmósferas, la nitidez de sus líneas por muy entrecruzadas que estuvieran, ni la plenitud (esto es, el desarrollo) de sus personajes. Y porque ahora podría evocar cinco o seis grandes momentos de cada uno de esos espectáculos, pese al tiempo transcurrido, mientras que no hace ni un mes de A disappearing number y he tenido que estrujarme los sesos para recordar un par de escenas memorables. Vuelvo al principio: con todo su derroche tecnológico, esta entrega de Complicité no roza las suelas (en intensidad, en fulgor poético, en influencia) de aquellas joyas artesanales que fueron Las tres vidas de Lucie Cabrol y La calle de los cocodrilos.

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