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Columna
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Lo sobrenatural y lo antinatural

"Quitad lo sobrenatural, y no encontraréis lo natural, sino lo antinatural", decía G. K. Chesterton, el escritor británico empecinado propagandista de la paradoja y del catolicismo. La frase podría aplicarse perfectamente a la polémica del voto emigrante, paradójicamente conocido como el de los residentes ausentes. Lo sobrenatural es que hay 750.000 descendientes de gallegos que tienen derecho a la nacionalidad española, según el Ministerio de Asuntos Exteriores. Casi la misma cifra que todos los franceses residentes fuera de Francia. También lo es que casi uno de tres posibles electores ni viven, ni, en general, han vivido ni vivirán en Galicia. Y que puedan votar, ellos o quienes lo hagan por ellos, sin necesidad siquiera de identificarse.

En el CERA se producen casos que avergonzarían a los diputados de la Restauración que compraban votos

Lo natural sería que el voto de los ciudadanos, intra o extraterritoriales estuviese regulado de una manera razonable, como acontece en el resto del mundo donde hay elecciones. Según un estudio del mexicano Carlos Navarro Fierro, España es el país que regula el voto exterior con más generosidad -o desidia-. Sólo ocho estados permiten participar en todos los comicios, y en todos con más controles -es decir, con alguno-. De los países analizados, en 39 se vota en las embajadas o consulados y en 24 por correo, pero con muchísimos más trámites y requisitos. Por ejemplo, el Reino Unido, Estado que manda un escuadrón de Harriers a cualquier rincón del mundo donde precise auxilio uno de sus ciudadanos, le retira el derecho a voto a cualquiera que supere los 15 años de residencia en el extranjero.

El resultado es que en el llamado Censo Electoral de Residentes Ausentes se producen casos que avergonzarían a aquellos diputados de la Restauración que compraban votos en las ciudades a cambio de colchones. El periodista Anxo Lugilde (O voto emigrante, Galaxia, 2007), que se pateó el continente, estima que el precio del voto mediante intermediario va de los 1,5 a los 3,5 euros la unidad (un e-mail interceptado a un candidato pontevedrés del PSOE contenía precisamente órdenes de compra similares a las del mercado de valores). Y con contactos, sale hasta gratis, según un antiguo discurso del actual diputado del PP Manuel Castelao Bragaña: "Vós tenés un amigo en correos, vas a verlo y te da una saca. Volvés a casa y votás por 100". Los posibles beneficios incluyen casos como la primera victoria de Fraga, o la última de un alcalde arousano que logró la mayoría absoluta por centenar y medio de votos, más o menos los mismos que obtuvo en el centro bonaerense de su pueblo, cuyos asociados le dieron un respaldo mucho más unánime (todos menos dos) que sus convecinos.

Lo habitual en estos asuntos, además de lo políticamente correcto, es que se exija respeto a la dignidad del emigrante (sobre todo por parte del que le toca recibir mayoritariamente su apoyo). Y con toda razón, por el que no los respeta es el que trafica con sus votos, desde cualquiera de los lados del mostrador. Es más, no es exclusivamente ultramarino ni el nulo respeto a las normas electorales, ni las nulas sanciones que acarrea. Aquí son frecuentes los casos de hospitalidad censal, los del candidato que acoge en su domicilio a decenas de electores, o el del alcalde que da unilateralmente de baja a los desafectos para que no puedan contaminar las urnas con su desacuerdo.

Pero como argumentaba Chesterton a favor del catolicismo, la pretensión de despejar lo sobrenatural no nos deja en lo natural, sino en lo antinatural. El sistema español, que proclama con práctica certeza a los vencedores de las contiendas apenas hora y pico después de cerrar las urnas, que deja en ridículo las ambiguas papeletas tipo mariposa que le dieron en Florida la victoria a Bush, o los tres días que tardan los italianos en saber lo que han votado (en el caso de que sepan lo que votan) es incapaz de establecer un método racional que evite fraudes.

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Una docena de años pidiendo el voto en urna -unos, otros los tres últimos años- para que al final los expertos, por boca de la vicepresidenta del Gobierno y de ahí para abajo, digan que es muy difícil técnicamente porque, por ejemplo, en Generales habría que instalar 104 urnas por consulado (en las gallegas bastarían cuatro y en las municipales harían falta miles). En un país en el que basta que a un ciudadano se le suponga alfabeto para presidir una mesa electoral, supongo que nos podríamos fiar de los funcionarios consulares para que manejasen sobres con los nombres de las provincias y ensacar cada papeleta en el respectivo. Si a mí se me acaba de ocurrir ahora mismo, que no lo haya pensado alguien en tres años no sé si calificarlo de antinatural o de sobrenatural.

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