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Columna
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Fotos

Confiese el lector: ¿cuántas fotografías ha sacado en estas vacaciones? ¿En cuántas sale usted? ¿Y en cuántas calcula que aparecerá sin saberlo (en los márgenes de fotos centradas en otras personas, o en las imágenes de las cámaras de video de las bocacalles, los edificios públicos o los cajeros automáticos)? Si la suma de todo ello no es altísima, no es usted de este mundo...

Los cristales y espejos no guardan memoria: sólo muestran instantáneas efímeras y privadas. Una foto, en cambio, "congela" esa fugacidad. No hay duda de que sacarnos fotos, grabarnos, obedece a nuestro tenaz impulso de permanecer, de tender hacia una (pequeña) inmortalidad. De hecho, si la fotografía y el resto de "espejos congelantes" (como el video) han obtenido un éxito tan descomunal, es porque son la forma más fácil, accesible e inmediata de dejar una huella, de desdoblarnos y hacer que nuestra efigie perviva, quizá, más allá de nosotros mismos.

Los cristales y espejos no guardan memoria: sólo muestran instantáneas efímeras y privadas

Desde que la fotografía comienza a llegar al dominio público, en 1839, proporciona al común de los hombres una posibilidad sorprendente. Poseer una imagen propia, un retrato singularizante, deja de ser un signo distintivo, propio de las clases altas que pueden permitirse un elaborado retrato pictórico. Ahora, cualquiera puede hacerse uno, lo que causa irritación a algunos, empezando por Baudelaire, quien escribe en 1859: "La sociedad inmunda se abalanza como un solo Narciso para contemplar su trivial imagen sobre el metal". Unos años antes, Melville ya había expresado su profundo disgusto: "El retrato, en lugar de inmortalizar al genio como hacía antes, no hará dentro de poco más que mostrar un tonto al gusto de la moda. Y cuando todo el mundo disponga de su retrato, la verdadera distinción consistirá sin duda en no tener ninguno".

A toro pasado, el comentario de Melville nos parece de un candor enternecedor. Como si fuera posible, en un mundo como el nuestro, mantenerse no fotografiado, invisible. Las potencialidades administrativas, policíacas y periodísticas de la fotografía se observaron pronto, convirtiendo en tarea imposible huir de la cámara. ¿Huir? La gran mayoría, desde luego, se lanzó con frenesí a multiplicar sus imágenes, y más desde que las nuevas tecnologías no han hecho sino facilitar y abaratar la fotografía (o el video) de uso doméstico. En la última centuria, la forma más extendida de memoria biográfica ha sido, de hecho, la fotográfica. Apenas nadie ha puesto su vida por escrito. Es el álbum de fotos familiar, cuajado de imágenes conmemorativas de bodas, bautizos y demás celebraciones, el que ha ido configurando en gran parte la crónica de una familia. Las fotos son, sin lugar de dudas, la magdalena de Proust más habitual: despiertan nuestra misteriosa caja de recuerdos con más frecuencia que lo que puedan hacer las memorias olfativa, gustativa o auditiva.

Hoy, con la ingente cantidad de fotografías que permite la técnica digital, el álbum de fotos se está convirtiendo en un objeto obsoleto. Pero no desaparece, sino que se reinventa: cada vez más gente cuelga en Internet fotografías de todo tipo, e incluso hay familias que crean su propia página web con fotos, recuerdos, anécdotas. Y es que seguramente todos cultivamos la ilusión de que a mayor número de imágenes, a más "instantes congelados" arrebatados al fluir del tiempo, mayor existencia tenemos.

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