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Columna
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Los ladrones son gente honrada

El otro día me robaron en el autobús. Lo sé porque había salido expresamente para una diligencia médica, comprar lotería y adquirir un boleto de la Primitiva. Llevaba encima sólo un billete de 50 euros y monedas para el transporte. Los 35 de la vuelta los había enrollado y noté su falta al vaciar los bolsillos, de vuelta a casa. Realicé la única gestión posible, que fue llamar por teléfono.

-Ayer, casi a punto de cerrar -dije bastante avergonzado- compré dos décimos y me sellaron un boleto. ¿Por casualidad han encontrado la vuelta de un billete de 50 euros?

-¿Qué dice?

Repetí la pregunta conociendo el resultado. Nada de extravío, circunstancia siempre planteada por la asistenta que comparte varias horas semanales de mi vida. Afirma que lo pierdo todo, especialmente el dinero, que juraría haber dejado la noche anterior sobre la cómoda. Malo y costoso asunto criar fama de olvidadizo.

Deseo que disfrute del botín y siento sinceramente que no fuera más sustancioso

Lo crean o no, esta vez no me produjo la irritante contrariedad de haber sido despojado del magro botín. Pensé, con melancólica nostalgia, que me lo había choriceado un habilidoso profesional de la vieja escuela, un carterista de los de antes, alguno de los cuales había conocido durante la época de mis tareas en El Caso.

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Hice memoria: el autobús de vuelta iba medio vacío, en esta época estival. Nada de aglomeraciones, ni gente sospechosa o encontronazos en las cercanías. Con suma arte, suavidad y limpieza, me habían birlado aquel dinero. Sin embargo, desde aquí, si me leyera, deseo que el ladrón disfrute del botín y siento sinceramente que no haya sido más sustancioso. Otra vez será, si volvemos a coincidir.

La comparación inmediata era muy desagradable. Semanas antes, a un sobrino y a su mujer les asaltaron tres tipos a la puerta de su casa, navaja en mano, dispuestos a usarla. El marido tuvo que entregar los trescientos y pico euros que llevaba y ella el bolso, con las llaves del piso, documentación, el monedero y las instrucciones de vuelo para el día siguiente, relativas a su oficio de azafata. Y las tarjetas de crédito de ambos, amén de alguna pequeña joya de valor sentimental. Escaso botín, también, gran susto y angustia de ambos, superiores los de ella, aunque debería estar más acostumbrada, pues ya la han atracado en Nueva York, Sevilla, El Cairo y Tenerife. Nunca se sintió más cerca de que le agujerearan la piel que aquella noche en Madrid.

Me rejuveneció la propia experiencia, con la sensación de que aún vivo en una ciudad donde no todo está perdido y, con un poco de suerte, puede uno ser desvalijado o timado por verdaderos profesionales. A la memoria me vino un suceso ocurrido hace muchísimos años. Entonces, salvo algunas carreras en los casi extinguidos simones tirados por un jamelgo y los negros y horrorosos taxis Ford, casi todo el mundo viajaba en tranvía. Incluso aquel recién llegado diplomático, agregado a la Embajada francesa. Le habían sustraído la cartera, con la certidumbre de que fue en el corto trayecto que hizo por la mañana. Denunció el suceso en comisaría, la desaparición de sus documentos y 6.000 pesetas, cantidad entonces de consideración.

Conocida la ruta, la hora aproximada y la línea, el comisario de turno convocó a los rateros que, usualmente, trabajaban en el trayecto. Más que convocatoria, fue una cita en la madrugada con los cuatro o cinco candidatos posibles. Comparecieron soñolientos, aunque no malhumorados, ante el comisario, que fue derecho al nudo de la cuestión, tras haber escuchado con ligera impaciencia las firmes y respetuosas negativas de que cualquiera de ellos hubiera sido capaz de perpetrar tan horrendo delito.

-Está bien, muchachos. No habéis sido vosotros, os creo, pero mañana, antes de las cinco de la tarde, quiero encima de mi mesa la cartera, los documentos y las 6.000 leandras -que es como se llamaba a las pesetas.

Poco antes de la hora límite, allí estaba el alijo, que fue devuelto al aturdido diplomático. Al recoger las pertenencias, dijo: "Cuando presenté ayer la denuncia, cometí un error, pero recuerdo que, antes del robo, había hecho compras por valor de unas 1.200 pesetas". El comisario le devolvió, pensativo, la cartera, los papeles y 3.800 pesetas.

Si los míseros euros que me sustrajeron en el autobús están en manos de un artista del pico o tomador del dos, me importa otro bledo. Podría ser una revolera de la suerte y que me toque la loto, extraño empeño en el que no creo y que jamás se ha dado.

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