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Reportaje:MUCHA CALLE

La chica que besa al caballo

Madrid, visto desde una esquina del paseo del Pintor Rosales

Desde la ventana de la oficina, la joven ve lo que pasa en el paseo del Pintor Rosales. A las diez de la mañana no es mucho. Una pareja de ancianos pasea lentamente cerca del parque del Oeste como si caminaran sobre brasas. Apenas hablan entre ellos.

La joven de la ventana está a dos días de irse de vacaciones y, aunque piensa que son merecidas, cree que no las necesita tanto como las del año pasado. Pero es bueno quitarse de en medio por un tiempo. Está preparando los casos que tendrá que retomar en septiembre, una buena lista de conflictos matrimoniales, herencias, adopciones y otros asuntos reducidos a los márgenes de una carpeta. Todos esos casos suelen acarrear mucha presión, no sólo por el trabajo que suponen, sino porque le obligan a comportarse como si fuera una psicóloga y a escuchar cosas que sus clientes no le cuentan a nadie más.

Si la joven abogada mirase otra vez por la ventana vería a la extraña pareja que forman Víctor y Abelardo. Víctor es un boliviano joven y hablador con una pequeña estrella de color cobre sobre uno de sus dientes. Acompaña a Abelardo, enfermo de alzhéimer, durante ocho horas todos los días. "Se llama Abelardo de Armas", dice el boliviano, "y es famoso, casi un santo". El "santo" está leyendo el especial de Abc sobre los Juegos Olímpicos. "No se entera de nada, pero le viene bien leer. Ejercita la mente".

El anciano, un religioso seglar, pasa las hojas y de vez en cuando levanta la cabeza y sonríe como si quisiera mostrar que sí, que se está enterando de lo que dice su acompañante. ¿Y por qué es famoso? "Ah, el señor Armas fundó la Milicia de Santa María con el padre Morales, que ya murió y que también es un santo. Hizo mucho trabajo con los jóvenes y con los ancianos. Un gran conferenciante. Hablaba y todo el mundo le escuchaba. Pero ahora ya no le escucha nadie. Nada más que yo. Y no porque no hable, eh, sino porque está muy solo". Víctor saca un libro de ejercicios para mantener engrasada la mente de Abelardo. Abre uno de ellos y muestra la imagen de una chica guapa vestida de amazona besando la cabeza de un caballo. Sobre la foto hay una pregunta: "La chica besa al caballo, pero ¿dónde está su novio?". Y esto para qué. Víctor dice que es para que Abelardo cuente una historia, para que trate de decir quién es esa chica, por qué besa al caballo, si tiene novio o no, "una simple excusa para hacerle pensar e inventar", dice Víctor.

A pocos metros de allí, justo enfrente de donde Víctor le enseña la imagen de la chica a Abelardo, Manolo descansa repantingado en el asiento delantero de su taxi, a la espera de que su compañero le cambie el turno. Lleva las gafas de sol puestas. Escucha la radio. No pasa nada. "Esto se queda tan tranquilo en agosto que aburre a las moscas. Si no fuera porque no se saca mucho dinero con el taxi, hasta me gustaría. Es de lo que tengo más ganas: tranquilidad absoluta", dice Manolo.

No es un mal barrio para estar tranquilo. El paseo del Pintor Rosales tiene todavía un aire señorial, de gente con pasta y trajes antiguos. Un paisaje fácilmente imaginable en blanco y negro, aunque el número de ecuatorianos que eligen el parque para descansar al sol los fines de semana ha terminado por desdibujar esa atmósfera castiza que todavía se respira por allí.

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La joven de la oficina recuerda que una señora muy elegante del barrio le comentaba hace poco que, en su opinión, "los ecuatorianos tienen derecho a divertirse allí", y que no entiende muy bien por qué la gente del barrio se molesta y "llama a la policía de vez en cuando".

Desde su taxi, Manolo puede ver a un grupo de ecuatorianos que juega al rummy (juego de naipes) en un banco. "Sí, claro, a mucha gente no le gusta que estemos por aquí. La gente de dinero es así. Le molesta que el barrio se le llene de inmigrantes. Ya nos echaron del parque cuando íbamos allí, un poco más abajo. Pero aquí no hacemos mal a nadie", cuenta uno de ellos.

El mendigo del barrio no ha venido hoy. Hace días que Manolo no lo ve, aunque el taxista duda de que la haya "espichado" y suelta eso de que "la mala hierba...". Tampoco lo ha visto la abogada, aunque ella cree que su desaparición se debe a las obras de remodelación en la esquina donde él suele colocarse. La pareja de ancianos que caminaba despacio cree que está metido en la droga y que igual se ha muerto sin decir adiós: "Nunca molesta, sólo que huele un poco mal, porque está siempre en la calle". ¿Y Abelardo y Víctor? Este último lo ha visto por el parque. Quizá el martes pasado, o el miércoles... con un perro negro.

Los personajes empiezan a retirarse. Manolo ha pasado el taxi a otro y se ha ido a dormir. La abogada se esconde en los expedientes con el ritmo de una musiquilla extraña que le lleva rumbo a América: "Brasiiil...". La pareja de ancianos tuerce la esquina y se pierde por la calle de Moret, y los ecuatorianos recogen las cartas y las monedas apostadas y se esfuman.

Víctor se queda un rato más con el libro entre las manos y la imagen de la chica besando al caballo. "Yo le enseño la imagen y él cuenta una historia... ¿Qué ves aquí, Abelito? ¿Por qué besa la chica al caballo? ¿Dónde está su novio?". Abelardo escucha las preguntas con los ojos fijos en la imagen. El "santo" sonríe, mira a Víctor y dice: "Bah, eso es una guarrada".

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