Nueve países, 22 días y 5.000 kilómetros
Un periplo en tren y en 'ferry', pasando por Venecia y el golfo de Salónica hasta llegar a la mítica isla de Ítaca
Estoy bañándome en un mar de cristal, mientras Adrià busca erizos junto a Dimitris, Carlota toma el sol sobre los guijarros y Makis prepara unas parrillas y nos ofrece cerveza fresca. Ocurrió en Ítaca hace unos días y se parecía bastante a la felicidad. Me embarqué en el talgo nocturno Barcelona-Milán un primero de julio junto a mis hijos, Carlota (21 años) y Adrià (11). Nuestro destino era Estambul en un billete abierto de 22 días por los ferrocarriles de Europa. Pero nunca llegamos a Estambul.
Milán y Venecia
Nada más entrar en Milán nos dimos cuenta de que nos habíamos dejado la baraja en casa. La baraja, el repelente antimosquitos y un libro de bolsillo de no menos de 300 páginas son indispensables para viajar en InterRail. En el quiosco de la estación compro unos naipes lombardos.
En pocos minutos parte un tren para Venecia. A las tres entramos en la laguna. Localizamos el hotel contratado desde España. Nuestro estándar, con baño propio, aire acondicionado, dos-tres camas, desayuno incluido, 80 euros. La Locanda di Salieri, en el viale de la Santa Croce, cumple los requisitos.
El azulón del atardecer nos sorprende en la terraza del hotel Gritti, en el Gran Canal, uno de los sitios más privativos de Venecia. Coletas de diseño, marqueses y ejecutivos coreanos. Dos martinis y un refresco, 35 euros. "Muy caro", acierta Adrià. "Los verdaderos placeres -le digo- residen en la calidad, no en la cantidad..., sobre todo al comienzo del presupuesto". Al respecto, cada capítulo de gasto tiene su asignación, y cada integrante de la comuna maneja dos: Adrià, desayunos y museos; Carlota, suplementos de tren y otros medios de transporte; yo, comidas y hoteles. Los domingos por la noche celebraremos cumbre económica. Con los superávit -si los hay- se adquirirán los caprichos y regalos. Les encanta esta responsabilidad.
Zagreb
Para el tránsito hacia Zagreb cogemos tres literas. Carlota se mira en el espejo del compartimento con su abanico de lunares. "Voy de Monica Bellucci total", dice. "Lo que vas es de folclórica total", le replica su hermano. Entran dos suecos en la cabina. Padre e hijo, también con el billete Interrail. Van a Dubrovnik. Carlota inicia con ellos una conversación sobre Ingmar Bergman. "A que no les cantas Francisco Alegre", le reta Adriá. Lo malo es que la canta.
En la estación de Zagreb nos despedimos de los suecos. Después de una noche en la que Carlota estampó el almohadón contra la cara del padre, haciendo gala de su mala puntería (el proyectil iba dirigido hacia Adrià, en la litera de abajo), no sé qué idea se llevarían de los españoles. Nuestro tren hacia Bosnia parte a las 8.30. Tenemos tiempo de coger un tranvía que nos dé una vuelta por la ciudad. En un mercadillo desayunamos cruasanes croatas. "Crua-croa", va musicando Adrià con cara de rana.
Sarajevo
El tren Zagreb-Sarajevo es como los de la España de los sesenta, con compartimentos de seis asientos, cortinas, puertas corredizas. El río Sana, que luego será el Sava y luego el Danubio, divide Croacia de Bosnia en un paisaje áspero y doliente. Somos los únicos turistas. En la estación de Dobriljn la policía de fronteras pide pasaportes. Es Adrià quien ve las primeras casas ametralladas y los primeros campos de minas. Estamos en la Krajina ensangrentada. Los tres sentimos la emoción y la tristeza que destilan los lugares que han sido escenario de guerra y violencia.
Por lo demás, el trayecto es entrañable, con hombres pescando, cortando heno y maíz, al lado de pequeñas casas con el ladrillo visto. De vez en cuando, una fosa común musulmana, con monolitos como lápidas, te recuerda que aquí hubo una guerra hace 13 años. Desde Banja Lucka -estación en la que me juego el tren por buscar unas patatas fritas para mis hijos- llegó la artillería serbia para sitiar Sarajevo.
En el hotel Dardania (www.dardanija.co.ba) de Sarajevo, Adrià se pone con 40 de fiebre. Lucka era un estudiante de medicina cuando comenzó el cerco de la ciudad en 1992. En un ambulatorio infantil comenzó a practicar sus primeros torniquetes. Ahora cura allí las disenterías y los sarampiones de los niños gitanos, musulmanes y blancos que acuden en brazos de sus madres. "Si mañana no está mejor, aquí tienen mi teléfono particular", nos dice como despedida.
Adrià mejora al segundo día. Al tercero podemos pasear con él por el barrio de Baskarsija. Una fuente, un callejón, un álamo y un minarete. La biblioteca, quemada y reconstruida con fondos españoles. Los zocos y las terrazas en las que mujeres tocadas con hiyab beben Coca-Cola junto a muchachos peinados a lo occidental, al lado de otros escotes generosos y aromas a Chanel. Así era Sarajevo antes de la guerra, nos dicen unos y otros, y así quiere volver a ser. El mercado Bezistán con sus arcos de piedra, la gran mezquita Bey, el quiosco de Sebil, símbolo de la ciudad, elementos de un atrezzo que se desinfla poco a poco de madrugada, sin rencores ni aspavientos, sin desheredados ni niños de la calle. "Me habría gustado hacer el Erasmus de cine aquí", sentencia Carlota en la despedida filmando todo lo que se le antoja con su cámara digital.
Belgrado
Ahora estamos en el tren Sarajevo-Belgrado, un trayecto problemático. Atravesamos la Republika Srpska de Bosnia, el feudo de Karadzic y Mladic. Algunas estaciones lucen ya la bandera tricolor serbia.
Si dispones de unas horas para visitar Belgrado, debes ver -cualquier taxista te lleva- los edificios bombardeados por la OTAN en 1999, con cerca de quinientos muertos de los que nadie habla, la confluencia de los ríos Sava y Danubio, el gran templo ortodoxo de San Sabas y una dirección secreta: el antiguo bar de los globe-trotters en el sótano de Déspota Stefana, 7, un santuario del kitsch y del dadá en el que puedes degustar un buen plato mientras escuchas jazz en directo. De regreso a la estación, un paseo por Mihailova, la calle más rusa de la ciudad. Y en la estación, de nuevo al tren. Pero ¿a qué tren? Estambul queda lejos, después de los días de convalecencia de Sarajevo. Asamblea y modificación del viaje: nos vamos a Salónica. El expreso Belgrado-Salónica atraviesa en una noche no menos de tres países -Serbia, Kosovo, Macedonia y Grecia-, pero no lleva ni restaurante ni cafetería. El couchetista de cada vagón dispone de una nevera de bolsillo con cuatro botellas de agua y un termo de café.
Golfo de Salónica
Amanece con una luz de caramelo en el sur de Serbia. Frontera de Presevo, un tanto depresiva, pasaportes por aquí, pasaportes por allá. En Skopie me lanzo al andén a por zumos, galletas de cáñamo y café. En Salónica el siroco es sofocante. Llamada desde España: ni se os ocurra ir a Atenas, ola de calor de 40 grados; pues nos vamos a Estambul: ¿no os habéis enterado del atentado?; pues a Meteora, pero tampoco, porque al día siguiente hay huelga de los ferrocarriles griegos. Lo mejor es que nos refugiemos cerca de los dioses.
Liptokaria, en el golfo de Salónica, es una de las estaciones-balneario a los pies del monte Olimpo. Llegamos de noche, algo especialmente contraproducente para todo viajero de Interrail. Nos reciben lugareños comiendo sandía a la fresca, pero también miles de veraneantes alemanes y rumanos. Sin embargo, la habitación de tres camas que nos proporciona Olga, la matrona del hostal Ira, en la calle principal, es acogedora, con aire acondicionado, ducha y un balconcillo desde el que vemos las cumbres del Parnaso. Carlota se derrumba en la cama, pero Adrià y yo nos vamos a la playa a probar los primeros soulakis y saltziquis. Desde el lecho vemos cómo la luna se escapa entre los bosques en los que Alejandro Magno cazaba ciervos cuando era pequeño.
El trayecto entre Larissa y Atenas discurre por la planicie de la Macedonia griega, bien cultivada, y después se adentra entre colinas con carrascas y jaras, como en Castilla. Unos precipicios cortados a cuchillo marcan la entrada en la región de Ática y, a partir de aquí, cipreses, pinos, palmeras y olivos brillantes se dejan mimar por esta luz única hasta llegar a la capital.
Atenas
Contratamos un hotel entre las plazas de Omonia y Sintagma. Desde la terraza, Carlota y Adrià descubren la Acrópolis y comienzan a sentir el asombro del viaje. Metro a Monastriki, paseo por el barrio de Placa y mesa en Dionisos, en la calle Gallis, sin duda el restaurante con mejores vistas al templo. En el teatro Herodes, una orquesta sinfónica interpreta el Bolero de Ravel, mientras a pocos metros degustamos ensaladas, marinados, musakas y vino Makedonikos. Estamos guapos y exultantes. Hablamos del viaje, de Pericles, de lo que nos queda por delante. Brindamos, nos hacemos fotos. Cuando bajamos hacia el hotel por la calle Ermou, los vecinos siguen comiendo melones en las mesas mientras echan una partida de tabli. Grecia se resiste a los horarios.
Patras
A las ocho de la mañana sale el tren Atenas-Patras, con transbordo en el golfo de Corinto. El trenecito pespuntea sus raíles entre este mar y el norte del Peloponeso. Las aguas limpias se alternan a ambos lados del ferrocarril y también en el interior de nuestras conciencias. La misma energía que he sentido en viajes anteriores figura también en el bautismo helénico de mis hijos. Adrià entra en el puerto de Patras, buscando el buque Kefalonia, como un loco: "¡A las islas, nos vamos a las islas!". "¿Habrá postales y toallas?", se preocupa Carlota.
Ítaca
Veinticuatro horas después, en la isla de Ítaca, Dimitris, dueño de la pensión Tsiribis, y Adrià pescan erizos bajo las aguas del monasterio de Kathara; Carlota toma el sol sobre los cantos rodados; Makis, amigo de la infancia del hostelero, prepara unas parrillas y saca cervezas frías. Hemos venido a esta playa de náufragos en el bote de mis amigos. Nuestros cuerpos zarandeados por días y noches de tren se mecen ahora en la dulzura de las aguas jónicas, y por la noche, Dimitris nos prepara en su restaurante una escorpa al horno, mientras los parroquianos más tabernarios entonan canciones de amor. Todo es armonía a nuestro alrededor. Ningún edificio supera las dos plantas, no hay playas, ni aeropuerto, ni discotecas... El que viene a Ítaca sabe a lo que viene.
Alquilamos bicicletas. Visitamos Dexa, la playa a la que llegó Ulises protegido por Atenea; la cueva de las Ninfas, donde se supone que escondió el tesoro de los feacios; Skinos, con su bahía protegida. Nos deleitamos con las ensaladas, las berenjenas, los calamares, los tomates estofados, las doradas al horno. Cocino una paella para toda la pandilla. Ofrecemos libaciones a la diosa. Dormimos la siesta bajo el canto de las chicharras y en el atardecer jugamos largas partidas de tabli en un backgammon que hemos comprado con la imagen de Alejandro.
Los días fluyen plácidos y transparentes en la pensión Tsiribis, pero el Interrail tiene fecha de caducidad. En la despedida, Adrià asegura que volverá, y Carlota, que pasará su luna de miel en Ítaca.
Corfú
En 12 horas viajamos en tres ferrys: la isla de Cefalonia, el puerto continental de Igoumenitsa y la isla de Corfú. Contemplamos la fortaleza veneciana durante la maniobra de aproximación. Cuando despunta el alba disfrutamos de un amanecer delicioso: sentados en los banquitos del Arsenal nos llega la luz que viene de besar el Danubio y Albania para estamparse de lleno contra el archipiélago Jónico como un fulgor de nieve.
La misma blancura exhiben las columnas del palacio de Elisabeth, la emperatriz Sissi, que erigió aquí un templo neohelénico en honor de su héroe Aquiles. El Aquileion es el monumento más visitado de Corfú. Hoy, además, tres grandes ciudades flotantes han desembarcado a miles de turistas. Organizados en escuadras, fotografían lo habido y por haber, confundiendo a la emperatriz con Rommy Schneider.
Corfú, ciudad de ensueño, arquitectura veneciana, callejones descorchados en Filelinon, soportales de la Splanada, península de Paleo Frourio, frente a la costa terrosa y seca de Albania. La mítica Corcyra de los feacios, en la que Ulises cuenta su aventura al rey Alcínoo y se enreda con la joven y bella Nausicaa. La isla en la que uno, inevitablemente, se convierte en anciano, al compararse con las gracias de la belleza y la juventud.
Invertimos nuestro último día en Grecia visitando Kalami, la playa de los Durrell. La casa blanca en la que vivió el escritor es ahora un hotel-restaurante, junto a un pequeño muelle. Una cordillera de cipreses protege la playa del resto de la bahía. Me pregunto si Lawrence Durrell no cambiaría alguna de sus obras por disfrutar otros cinco años de este paraíso. La vida, tomada como un todo, es corta. Pero felizmente, en cada etapa, están permitidas las ficciones de eternidad.
Roma
El ferry Elli T nos aleja de Corfú. Luego, el viaje trascurre como un soplo. Intercity Brindisi-Roma. Hotel caro en Via Nazzionale. Calorazo, turistas, minibotellas de agua a dos euros, un café en la plaza Narbona, unos tortellini bajo el arco de Ottavia, pero ya estamos saciados de imágenes bellas. Finalmente, una sorpresa desagradable en la oficina Grimaldi de Civitavecchia: el único descuento que realizan a los portadores del Interrail es de ocho euros en la butaca del ferry. Echamos el resto y cogemos una cabina.
De madrugada, acodado en el calendero, a la altura del estrecho de Bonifacio, me pregunto por el viaje. Cinco mil kilómetros, nueve países, veintidós días. Nos hemos conocido mejor, eso es cierto. Adrià se ha revelado como valiente y resuelto, y Carlota, como una hermana solidaria y divertida. ¿Y yo para ellos?
En la cabina empaquetan los regalos que traen para sus amigos. Ella lleva puesto su pañuelo bosnio, y él, su camiseta griega. "¿Adónde vamos el próximo año?", me preguntan casi a la vez.
Emilio Garrido es autor de La Bañera de Ulises (Calamar) y Veu de mar (Efecto Violeta).
Guía
Información
- Interrail (www.interrailnet.com; 902 24 34 02). El pase Global es válido en los ferrocarriles nacionales y en algunos ferrocarriles privados en 30 países. Se ofrecen tres categorías: jóvenes (hasta 25) en segunda clase, adultos en segunda clase y en primera clase. Y cuatro billetes diferentes en cuanto a tiempo de validez: cinco días de viaje en un espacio de tiempo de 10 días (159, 249 y 329 euros, según categoría); 10 días de viaje en 22 días (239, 359 y 489); 22 días seguidos de viaje (309, 469 y 629), y un mes continuo (399, 599 y 809). Consideraciones: algunos trenes especiales (como los nocturnos) requieren el pago de un cargo extra. El Global Pass no es válido en el país de residencia (en este caso, España), pero da descuentos para el trayecto hasta la frontera.
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