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Reportaje:TEATRO | Entrevista

Sófocles contra el espíritu de la televisión

Javier Vallejo

El libreto de dirección de Jorge Lavelli parece un mapa topográfico de Edipo rey, repleto de anotaciones sobre la orografía, la altitud y las vías de penetración del texto. El director lo ha desmenuzado frase por frase: no hay una sola en el aire o dejada al descuido. Ojeándolo, tengo la impresión de que su trabajo y el de cualquiera de sus compañeros de profesión es vestir al desnudo: el autor pare al niño en pelota, y el director le hace un traje a medida, para presentarlo en sociedad. Sigo leyendo el libreto mientras fotografían a Lavelli, cuando alguien de la producción me advierte de que estoy haciendo lo que no debo. Menudo chasco. "Este cuaderno es mi cocina. Anoto cuanto se me ocurre, para no olvidarme", me dice su autor, una vez que ha terminado de posar. "Después, voy cambiando las cosas sobre la marcha. En realidad, el trabajo de dirección comienza mucho antes. En cuanto sé cómo voy a hacer la obra, con qué espíritu y en qué dispositivo escénico, ya tengo resuelto el 60% de mi trabajo, aunque no haya comenzado los ensayos".

"Sería demagógico decir que el teatro habla de la actualidad: en ese terreno, la televisión se desenvuelve mucho mejor"
"El maquillaje blanco crea una máscara equivalente a la antigua máscara griega, pone en valor el rostro y atrae la luz"
"Me horroriza el teatro alrededor de una mesa, con una tacita de té, y el texto estrangulado. Lo cotidiano, no me interesa"
"Me choca que en España la tradición de decir el verso se interrumpiera y olvidase, teniendo un repertorio tan fabuloso"

Jorge Lavelli (Buenos Aires, 1932) no conocía el Teatro Romano de Mérida, donde el próximo jueves va a estrenar esta tragedia de Sófocles, con Ernesto Alterio, Carme Elías, Juan Luis Galiardo y Francisco Olmo en el reparto: "Cuando lo vi en fotos, las columnas del fondo me parecieron un decorado de ópera. Otros teatros romanos no tienen nada parecido. En el de Fourvière, en Lyon, detrás de la orchestra hay ruinas, con un árbol a más de cincuenta metros, donde aposté a un actor, que venía caminando desde allí. En el de Timgad, en Argelia, donde monté la Medea de Séneca con María Casares, detrás se extiende un mar de arena, que ha ido tragándose las ruinas de la ciudad antigua".

En Mérida, Lavelli va a usar como espacio escénico triple el proscenio, la orchestra y una tribuna de autoridades situada entre el público. "No tenemos decorados", apunta. "En los teatros romanos es difícil introducir objetos extraños sin que resulten molestos y anacrónicos. Los anacronismos me encantan, pero en los teatros a la italiana. Mi puesta en escena de Edipo rey será económica e imaginativa".

Enteros e impolutos entre tanto resto arqueológico, los intérpretes del teatro grecolatino también corren el riesgo de resultar algo anacrónicos: "Tendrían que ser de piedra para empastar con el entorno", bromea el director francoargentino. En su opinión, Edipo es un aventurero que, huyendo del destino, se encuentra con el éxito: "De una sola tacada, resuelve los enigmas de la esfinge, acaba con la peste y lleva la prosperidad a Tebas. Es el triunfador nato, el héroe absoluto, el hombre que puede considerarse objetivamente feliz, porque lo tiene todo. Pero de repente, aparece en medio de su camino algo que le estorba el paso, un error del pasado, como en las obras de Ibsen. Para sortearlo, Edipo abre una investigación, emplaza a su pueblo a colaborar con él, y amenaza con castigar a quien no lo haga. Su discurso nos es familiar, porque sigue utilizándose en todas partes, sin que eso quiera decir que sea actual. Es un discurso eterno, revelador del fondo de la naturaleza humana. Sería demagógico decir que el teatro habla de la actualidad: en ese terreno, la televisión se desenvuelve mucho mejor".

En Francia hay una manera de hacer la tragedia, con intensidad pero sin desgarro, poniendo cierta distancia interpretativa de por medio, de la que participan directores tan dispares como Arianne Mnouchkine (Los Átridas), Farid Payá (La saga de los Labdácidas) y el propio Lavelli (La hija del aire). Todos ellos vuelven a ponerle música al texto, replantean el papel del coro, maquillan a los actores, de blanco generalmente, y arreglan sus cabezas con pelucas y tocados que sugieren una época o un lugar lejanos. El fondo de su estilo evoca la atmósfera de la Fedra de Racine que montó Tairov en Moscú, en la época de las vanguardias rusas: "El maquillaje blanco crea una máscara equivalente a la antigua máscara griega, pone en valor el rostro, atrae la luz y coloca a los personajes fuera del tiempo. Empecé a utilizarlo en los años sesenta, en las tragedias modernas de Gombrowicz".

El realismo escénico disgusta y aburre al director de Edipo rey. "Mi terreno de juego es el estilo: soy muy exigente con la dirección de actores, con el gesto, con el trabajo físico. Me horroriza el teatro alrededor de una mesa, con una tacita de té, y el texto estrangulado en la garganta. Lo cotidiano no me interesa. Trabajo a muerte contra el naturalismo impuesto por la televisión. El teatro que se limita a ilustrar el día a día me parece una actividad miserable".

Lavelli, muy recordado en España por sus montajes de Eslavos, de Tony Kushner, con el Centro Dramático Nacional, y de La hija del aire, el mayor papel protagonista de Blanca Portillo, es reconocido internacionalmente por la labor que desarrolló entre 1987 y 1996 al frente del Théâtre National de la Colline, consagrado por decisión suya a los autores contemporáneos. "Todos los teatros nacionales franceses, salvo la Comédie, tienen en sus estatutos la obligación de montar autores clásicos y modernos. Cuando anuncié que en la Colline íbamos a estrenar exclusivamente obras actuales y del siglo XX inéditas en Francia, vinieron del Ministerio de Cultura a decirme: 'Mire usted, su idea es muy buena, ¿pero por qué no inaugura el teatro con un shakespeare o con alguna otra cosa que llame más la atención?'. Dije que no. De haber accedido a su sugerencia, nada hubiera sido lo mismo. En una aventura de este calibre hay que embarcarse sin reservas, para no despistar al público. Mi intención no era que hubiese tortas para ver nuestros espectáculos, sino que la gente viniera. Y vino, aún sin conocer a los autores, confiando en el trabajo bien hecho. Poco a poco, sumamos cerca de quince mil abonados por temporada. Eso resultó un arma formidable: antes de sacar las entradas a la venta, teníamos medio aforo cubierto".

Por la Colline empezaron a desfilar títulos de René de Obaldia, Thomas Bernhard, Copi, Peter Handke, Steven Berkoff, Lars Noren, Francisco Nieva, José Sanchís Sinisterra, Javier Tomeo, Brian Friel, Edward Bond, Roberto Cossa, Carlos Fuentes, Serge Kribus, Slawomir Mrozeck, Harold Pinter... "Abrí el teatro con El público, de García Lorca, y con Una visita inoportuna, de Copi, y monté por vez primera en la historia la integral de las Comedias bárbaras, coproducida por el Festival de Aviñón. Fue un teatro muy hispanizante".

Finalizados su mandato y una renovación, a Lavelli le sustituyó Alain Françon, que ha mantenido la misma línea. Éste dejará su sitio en 2010 a Stéphane Braunschweig. "Si en la Ópera de la Bastilla, construida por iniciativa de François Mitterrand, a quien el teatro lírico le importaba un bledo, se hubiera hecho lo que en la Colline, podría haber sido el lugar desde donde la ópera actual se proyectase hacia el resto del mundo. Pero no fue así, y los teatros líricos siguen remontando una y otra vez el repertorio de siempre. Sus directores se preguntan: '¿Cuántos años llevamos sin producir un Rigoletto? ¿Quince ya? Pues toca hacerlo'. Hoy la ópera son cincuenta títulos, repetidos hasta la saciedad".

No es fácil que se rompa ese círculo vicioso, en el que también se está metiendo el teatro de texto. "Lo más sencillo es hacer clásicos. En la Colline podría haber intercalado algunos, argumentando que resultan muy modernos, aunque eso no sea cierto. El mayor problema que tuve fue encontrar centros dramáticos que coprodujeran con nosotros un repertorio actual. Siempre nos proponían molières, strindbergs y chéjovs, autores que descarté porque ya hay bastantes teatros haciéndolos. Antes de programar un pirandello, el director de un teatro público debería preguntarse si con su decisión no le está quitando el sitio a algún autor actual interesante. Para descubrir autores nuevos, hay que mojarse".

Y sin embargo, ahora que trabaja por encargo de teatros y festivales, Lavelli empalma un clásico detrás de otro. "Pero no le quito el ojo a los autores de hoy. El año pasado hice Himmelweg, de Juan Mayorga, uno de los que más admiro, en el Théâtre de la Tempête, y en marzo haré allí otra obra suya: El chico de la última fila. También me gustaría remontar en Francia un Rey Lear que estrené en Buenos Aires, pero los teatros privados no pueden financiar un reparto de 18 actores. O quizá sí, porque hace unos días me llamó Michel Aumont, su protagonista, dándome esperanzas. Cuando un teatro importante me pregunta qué autor me gustaría hacer, respondo siempre que Shakespeare. Especialmente Ricardo II, una obra sobre el exilio, muy poco conocida".

Respecto al hecho de que la mayor parte del teatro de autor actual esté quedando relegado a las salas pequeñas, sobre todo en España, Lavelli recuerda que Beckett, Ionesco, Tardieu, Adamov y los principales clásicos de la posguerra estrenaron en Francia en locales minúsculos: "Pero los centros dramáticos nacionales de cualquier país están obligados a hacer teatro contemporáneo, aunque a sus directores no les guste. No pueden andar dándole siempre al espectador obras del pasado, por geniales que sean. Mi caso es otro: ahora puedo darme el lujo de montar Edipo rey porque soy free lance y no tengo la responsabilidad de dirigir un teatro público".

El Festival de Mérida dedica el grueso de su programación a los autores griegos clásicos, que son anacrónicos respecto a su Teatro Romano y a lo que en él se representó en su día. Con un criterio más flexible, podría programar también obras de parecido vuelo, pero de otras épocas, como El círculo de tiza caucasiano o las comedias mitológicas de Calderón. "Brecht se ha hecho en todo tipo de escenarios, incluso en teatros griegos. Pero me parece más divertido que estos lugares se consagren a los autores grecolatinos, que están más desatendidos. Representándolos aquí, se crea la ilusión del reencuentro con un espíritu antiguo, y se puede hacer sitio a directores imaginativos. La política del festival es simétrica a la de la Colline. Allí se estrena lo nuevo y sólo lo nuevo; en Mérida, se resucita lo arcaico, para no repetir lo que se programa en las ciudades durante el resto del año".

Otra de las obligaciones de la Administración es proteger nuestro teatro áureo. "Me choca que en España la tradición de decir el verso se interrumpiera y olvidase, teniendo ustedes un repertorio tan fabuloso como el que tienen. Los franceses cuidan como oro en paño el suyo, que es menos interesante y está copiado en parte del español", opina. "Las obras de Lope y de Calderón nos devuelven la cultura, la historia, la política y el pensamiento de su época de una manera viva, emocionante, a través de personajes de carne y hueso. Fíjese, cuando monté La hija del aire en Buenos Aires, había espectadores que no entendían el verso. De tanto ver la televisión, han perdido el oído para el idioma. Un día le pregunté a uno: '¿Pero por qué no comprendés?'. Y me respondió: 'Porque llego siempre tarde a lo que se dice".

Con su montaje de La vida es sueño, Lavelli introdujo a Calderón en la Comédie-Française, hace 26 años. "En Francia desconocen los clásicos extranjeros. A raíz del estreno, un crítico muy apreciado de un diario parisiense de referencia escribió con desparpajo que la obra es muy larga, que la segunda parte es una repetición de la primera ¡y que por eso Calderón nunca consiguió pasar los Pirineos!", recuerda. "¡Cómo se puede publicar una tontería tan grande sin que nadie diga nada! Todavía guardo el recorte".

El crítico en cuestión ignoraba que en Alemania, Calderón ha sido autor nacional durante dos siglos. "Cómo que lo dirigió Goethe... Lo que sucede es que el teatro no es importante, porque pasa sin dejar rastro. Es un gesto destinado a la muerte. Busque usted a alguien que se acuerde de una puesta en escena de Barrault o de Jean Vilar. No lo encontrará. Hay algo consustancial al teatro, ese momento de tiempo vivido juntos, que lo convierte en un arte excepcional, del que no pueden dar cuenta la televisión, ni el cine, ni la fotografía".

Quizá una crítica bien hecha sí que pueda restituir la columna vertebral de un espectáculo y las emociones que despierta. "También el cuaderno de dirección puede transmitir el espíritu del montaje, la idea que lo anima".

Edipo rey. Mérida. Teatro Romano. Del 14 al 24 de agosto. www.festivaldemerida.es

Ernesto Alterio y Carme Elías, en la representación de <i>Edipo rey,</i> de Sófocles, con dirección de Jorge Lavelli, en el Teatro Romano de Mérida.
Ernesto Alterio y Carme Elías, en la representación de Edipo rey, de Sófocles, con dirección de Jorge Lavelli, en el Teatro Romano de Mérida.CEFE LÓPEZ

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Sobre la firma

Javier Vallejo
Crítico teatral de EL PAÍS. Escribió sobre artes escénicas en Tentaciones y EP3. Antes fue redactor de 'El Independiente' y 'El Público', donde ejerció la crítica teatral. Es licenciado en Psicología, en Interpretación por la RESAD y premio Paco Rabal de Periodismo Cultural. Ha comisariado para La Casa Encendida el ciclo ‘Mujeres a Pie de Guerra’.

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