"Mi epitafio debe indicar que no soy ejemplar"
El aperitivo, con una generosa margarita (tequila, lima y sal), transporta al artista con cierto agrado al extravagante mundo que le tocó vivir hace más de 50 años. El pintor trabajaba entonces en el diario Pueblo. Era lo que ahora se llamaría un becario, al que el maestro de periodistas Emilio Romero bautizó como "Guadiana" por sus largas desapariciones inesperadas. En vez de fotos, había caricaturas, y el joven Arroyo ya apuntaba maneras. Como periodista en prácticas, le tocó ir a Barajas a ver quién bajaba del avión. Pasajeros como la exuberante Ava Gardner, Perico Chicote, y un largo etcétera que entra en la leyenda. "En ese mundo horrible de entonces, el periodismo paradójicamente era un oasis de libertad".
El pintor prepara unas antimemorias y promete levantar muchas ampollas
Enseguida, el restaurante brasileño en el que nos encontramos se le antoja un teatro. "Me interesa la mirada desafiante del de enfrente, quién está con quién, ves las relaciones... Me imagino cómo puedo retratarles". Con esa premisa, tras un oloroso carpaccio de hongos, pasamos directamente a la carne a la brasa. Al punto, más bien casi cruda. De ahí pasa a hablar de los toros y el boxeo, de los que es muy aficionado.
Arroyo, que se llama a sí mismo "un pintor que escribe y hace teatro", atravesó los Pirineos huyendo de la España franquista. Entonces sólo había pintado tres cuadros. Ahora, los mejores museos y galerías del mundo cuelgan sus obras. Es consciente de que algunos le consideran reaccionario, irreverente, ácrata. Quizá para otros moleste y sea incómodo. No le gustan "los de la pancarta ni los de la guitarra", y se autodefine como "anticlerical violento". Sus dos religiones son la literatura y la pintura. Sólo cree en lo que toca, "la gente". El autoperfil acaba con una pincelada de ternura. "Pese a todo, admiro más que critico. Soy completamente infantil". Dice ser un privilegiado que ha podido llegar a donde está haciendo lo que le apetece, "siempre". "La libertad no es un fin; es un medio", dice.
Desde hace tres años está inmerso en un libro al que, parafraseando a Malraux, llama "antimemorias". Una reflexión sobre sus interesantes 71 años de vida y su entorno que levantará ampollas. Como adelanto: "Tenemos una clase política lamentable, una forma de ser que va a peor, pero la gente pasa. Está más preocupada por la hipoteca". La política le enciende: "Éste es un país de sufrientes al que ha llegado el dinero antes que la cultura. Me molesta la prohibición, la intolerancia. Los gobiernos no gobiernan; nos dicen cómo tenemos que vivir. Es insoportable; se han convertido en maestros de escuela: 'No fumen, no griten...", dice.
Hace cuatro meses que no pinta. Obras suyas cuelgan en la prestigiosa Galería Carré de París. La pintura es un esfuerzo que le destroza y del que tiene que huir constantemente, pero a la vez desea que la separación sea corta. "Es como los amantes malditos que se odian, pero tienen que estar juntos". Hace 11 años que en su casa de Sosas de Laciana (León), frente a la gran montaña de La Muezca, empezó un encuentro musical dedicado a la pianista Rosa Torres Pardo. Nunca se había visto en la zona un piano de cola. Hoy hay conciertos, piano de cola y biblioteca. A su desaparición, sólo quiere un escueto epitafio, "quizá un poco presuntuoso": "Aquí yace una persona no ejemplar".
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