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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Murió Robert Redford

Cuando se publicaron en esta sección las crónicas sobre la plaza de Sant Oleguer (29 enero y 5 de febrero de 2008), en las que se narraba la vida de dos indigentes (Iomar y Robert Redford, personajes despreciados por el vecindario y entrañables para los demás vagabundos), un vecino del Raval que pasa muchas horas ante la plaza había llamado a El País para quejarse de la benevolencia con la que me refería a ellos, pues él, como otros, sufrían de cerca los desmanes que ocasionaban a diario estas personas; quizá también la queja se debía a la dificultad en reconocer el rostro humano en quienes son considerados la escoria de la sociedad.

"¡Esta plaza es deplorable y la policía no hace nada! Increpan a los turistas y a todo el que pasa. La gente tiene miedo de topárselos. Antes, cuando un tipo meaba en la calle, la policía le pegaba una hostia, pero ahora toleran todo y no puedes decir nada porque te tachan de fascista", explicaba dicho vecino, a quien cité en una ocasión para que me relatara todas las cosas que eran motivo de su queja. Con el tiempo, el vecino -que no desea revelar su nombre- se convirtió en mi informante y desde entonces varias veces recibí una llamada comunicándome los sucesos del lugar: "Venga lo más pronto posible, hay un hombre que se está desangrando. Ya llegaron 11 mossos d'esquadra, pero ninguno se quiere acercar, seguramente temen contagiarse de alguna enfermedad". Ahí iba yo corriendo de una esquina del Raval a otra, siempre llegando cuando todo había pasado. "Llegó tarde, se lo acaban de llevar al hospital, pero no se preocupe que ya le seguiré llamando cuando vea algo".

Llevaba 25 años en la calle y tenía un mar de anécdotas que prodigaba con habilidad histriónica

Al cabo de un par de semanas recibía otro mensaje: "Si necesita cortarse el pelo, arreglarse las uñas o cualquier servicio de peluquería, venga ahora porque aquí está la peluquera y su peluquería ambulante". Tal como había dejado el mensaje parecía que mi informante me estaba -valga la redundancia- tomando el pelo. Le devolví la llamada y entonces me enteré de que se trataba de una indigente a la que apodan La Peluquera, quien gusta de cortar el pelo y hacer la pedicura a otros vagabundos. Es una alcohólica que visita la plaza esporádicamente, por lo que su aparición era como un milagro: "Apresúrese y la conocerá", me aconsejaba.

Dicha plaza, que desde el siglo XVIII es uno de los puntos de mayor marginalidad en Barcelona, sigue siendo guarida de prostitutas, toxicómanos, indigentes y el lumpen más lumpen en la escala social. Ninguno de ellos recibe trato humano, y cuando alguien lo hace, saben mostrar su mejor rostro. Así lo hicieron Robert Redford y Iomar contándome la tragedia de su vida salpicada con cinismo e hilaridad, mientras me ofrecían una loncha de queso.

Con el tiempo, mi informante, hombre cortés y bonachón de mediana edad, antes vecino inconforme, parecía sensibilizarse a medida que les observaba con otros ojos y, así, un buen día llamó: "Apareció el que la otra vez estaba herido. Llegó vendado y me acerqué a preguntarle qué había pasado. Me contó que se cortó las venas porque tenía problemas con la esposa. ¡Me dio mucha pena!".

Al cabo de un par de meses habló con voz sombría: "¡Murió Robert Redford! Hoy vi llegar del entierro a todos los indigentes con caras compungidas. Una de ellas, Iomar, se veía tan abatida que le regalé una rosa en mi recuerdo. ¡Qué pena su muerte! Peor su vida... ¡Llame, por favor!".

Robert Redford, cuyo verdadero nombre era Antonio y aquí le apodaban así por ser el guapo de los indigentes, llevaba más de 25 años viviendo en la calle y tenía un mar de anécdotas que despilfarraba con habilidad histriónica, mostrando su dentadura hueca, una faceta la de narrador que sólo conocían sus amigos vagabundos, pues los vecinos le huían cuando les perseguía para obtener un cigarrillo. Al irse, nunca supo que removió la conciencia de aquel hombre que un día llamó enfadado al diario, y que ahora reconocía en esos personajes lo que nos hace iguales a todos los seres humanos: la muerte.

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