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Columna
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La moda 'è mobile'

Los prejuicios indumentarios -los que quedan- sucumben con la llegada del estío, y la gente de todas las edades procura la coincidencia entre la comodidad y la apariencia. No sé si estamos al final de una civilización y es un signo de decadencia, pero nunca como ahora las personas -un gran número de ellas en nuestro entorno- se preocuparon tanto de su aspecto. En tiempos pretéritos -ahí están los museos, las fotografías, el cine..., no hace falta que se fíen de nuestra bamboleante memoria-, las señoras bajaban a la playa cubiertas de pies a cabeza, resguardando el nacarino cutis con la sombrilla, bastante más eficaz que todas las cremas conservantes. Una mujer bronceada por el sol era algo escandaloso, y lo menos que se pensaba era que sangre negra corría por sus venas. O gitana, quién sabe.

La moda cambia, y hoy la gente cree vestir como le da la gana, pero no pierde la uniformidad

Nuestras abuelitas huían del sol con buenas razones, pues, además de la presunción de mestizaje, era un enemigo de la belleza femenina, entonces concebida. Sólo había que detenerse en los campos y echar un vistazo a las campesinas, defendida la cabeza por un pañuelo anudado a la barbilla y mostrando una cara cosida a navajazos solares, renegrida. Personas de 30 años parecían ancianas, y eso lleva a pensar que quizá el resto no sólo estuviera pasable, sino que fuera muy atractivo. A lo mejor, la mostrenca Maritornes -la única asturiana que menciona Cervantes- tenía el aspecto zafio que describía Sancho, pero podía estar buenísima de carnes una vez liberada de faldas, refajos y presumible mugre. También explica las violaciones de los hombres invasores que sospechaban tesoros bajo apariencias repelentes.

Lo cierto es que la vida no era benévola con las clases menesterosas campesinas, aunque es preciso considerar que el fatigoso trabajo del campo se reduce a unas cuantas semanas al año. Las cortesanas se horrorizaban ante aquel porvenir y renegaron del inclemente astro rey. Damas y damiselas ciudadanas consideraban a la Naturaleza, en su estado puro, una rival inmisericorde a combatir con todas las armas. Entre ellas figuraban los lingotazos de vinagre y un anticipo de la anorexia, que las conservaba lánguidas y frágiles, acentuando la palidez como síntoma de distinción e incluso de aristocracia. Lo de la sangre azul, como sabe todo el mundo, venía de la blancura de la piel, en la que resaltaban los trazos azulados de las venas, en realidad roja, cualquiera que fuese la raza, la edad y las inclinaciones sexuales, políticas o religiosas.

Las damas, también en plena canícula, con vestimenta hasta los tobillos, pamelas y parasoles. Asimismo, los caballeros hollando la arena con zapatos y botines, trajes completos, quizá de tonos más claros, camisa almidonada y pajarita o corbata, según la moda. Los audaces que se decidían a tomar un baño se embutían en aquellos divertidos disfraces con mangas hasta el codo y pantalones que cubrían las corvas.

Por lo que sabemos de la Edad Media y nos han contado de la antigüedad, las damas iban enfundadas en pesados ropajes, con el cucurucho en la cabeza, soportando el peso del terciopelo y de las innumerables capas de refajos y camisas. Debían pasar un calor tremendo durante el verano, aunque pronto empezaron a aliviarse por arriba y hoy llamarían la atención las elegantes del Segundo Imperio con aquellos escotes por encima de la cintura, sin mencionar las incursiones transparentes con las túnicas neoclásicas.

Lo más parecido a la imaginación de aquellos tiempos lo tenemos en las actuales firmas de alta costura que ofrecen distintas y rivales pasarelas, devanándose el magín por crear modelos imposibles de llevar, pero tan airosa y naturalmente endosados en el cuerpo inimitable de las maniquís.

Malparados salían casi siempre los varones, salvo en aquella maravillosa época, donde relucía la humanidad por fuera y por dentro. La Europa de las grandes ciudades italianas, el prodigio del Renacimiento, que hermoseó la poesía, la política, la filosofía y la hermosura y distinción de las mujeres, y los hombres de Florencia, Venecia, Roma, Génova, desde el brumoso Trieste al sudoroso e insolente Nápoles. Fuera de ese periodo, objetivamente, el sexo masculino ha rozado siempre el ridículo. Ya en la cesárea Roma, hija de Grecia, los hombres llevaban una faldita corta y nada más, lo que hizo diminutizar la palabra testis en el conmiserativo testículo.

No estuvo mal la toga, e imagino el duro aprendizaje para hacerla caer sobre el hombro y que los pliegues no arrastraran por el suelo. Lo más triste fue lo más chirriante, el despilfarro imaginativo de la corte de Luis XIII y Luis XIV, chupas de raso, calzones ajustados, medias de seda, y las abrumadoras pelucas llenas de piojos.

La moda cambia y hoy la gente cree vestir como le da la gana, pero no pierde la uniformidad que impone la tiranía de lo moderno. Quizá pase a la historia un parlamentario y en su escaño se instale una lápida que conmemore la efeméride "aquí se sentó el primer ministro sin corbata". Nunca se sabe.

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