Hasta nunca
El insustituible Billy Wilder, alguien que con milagrosa frecuencia logró que los espectadores palpáramos el cielo, estaba convencido de la imposibilidad de que saliera una buena película de un mal guión. Consecuentemente, sólo o en compañía de otros (escritores de alimenticio y accidentado paso por su detestado Hollywood, como Raymond Chandler, o guionistas puros y duros, como Charles Brackett e I. A. L. Diamond, gente cuyo arte está más allá del elogio), se inventó, construyó y pulió historias en las que no faltaba ni sobraba nada. Pero también cuenta la leyenda de un juglar llamado John Ford que ante los nervios de los productores porque un rodaje iba muy lento arrancó al azar cien páginas del guión mientras mascullaba: "Se acabó el problema, ahora iremos rápido".
Se supone que a los profesionales de material tan laborioso les obsesionan muchas cosas, pero ante todo la forma de rematar su historia, de encontrar un final con sentido, a la altura de lo que han pretendido desarrollar. Wilder era un maestro en ello, como evidencian los inmejorables cierres de Perdición, El crepúsculo de los dioses, Con faldas y a lo loco y El apartamento.
Soy de los que se mosquearon cantidad en la despedida de mis amados Los Soprano con el fundido en negro y el facilón recurso de que la vida sigue igual. Siete temporadas desplegando complejidad y talento exigían un broche de oro, una clausura comparable a la de Casablanca.
Por el contrario, es imposible que me decepcione algo que me da igual. Por ejemplo: Los Serrano. A pesar de ello, alucino de bochorno con el adiós de familia tan amada por el pueblo llano. Éste es de buen conformar, pero hasta el guionista más cochambroso sabe que no le puedes contar al personal que todo había sido un sueño. Tantos años de amor popular no se merecían un desenlace tan bobo.
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