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Columna
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Casino

Vicente Molina Foix

No soy jugador, pero siempre que juego hago saltar la banca. Una amiga me dijo, después de ganar yo tres plenos seguidos en una ruleta de Lisboa, que eso era por la novedad. ¿Por no saber las reglas del juego? "No, qué va", respondió ella mientras yo cambiaba las fichas por escudos. "Las bolas de la ruleta detectan al enemigo, al profesional, y le castigan más. Con los nuevos se muestran seductoras. Quieren hacer contigo proselitismo".

Las bolas no han logrado convertirme, ni los tapetes verdes, pero sí confieso que siento una gran fascinación por los casinos. Viene de infancia, cuando en España estaba prohibido el juego por prescripción gubernativa pero yo descubrí la palabra casino por el de Alicante, situado bastante cerca de la casa de mis padres; tenía sillones de mimbre en la terraza abierta a la Explanada, y dentro de esos sillones, que eran inmensos, unos caballeros bastante ancianos estaban retrepados leyendo el periódico Información incrustado en una vara de fresno. Mi zona levantina cuenta con magníficos edificios de esa estirpe (el antiguo casino de Elche, el de Murcia, el de Cartagena, quizá el más delirante de todos), pero en general el arquitecto parece ser, a la hora de planear y levantar casinos, un artista desmelenado, pinturero y con una tendencia orientalizante.

En el póquer jugado por Internet, que ahora priva, el jugador se sienta a una mesa virtual

La palabra casino. Ésa es otra. ¿Conocen ustedes alguna palabra más concisa y hermosa, más universal? Casino se dice casino en todos los países del mundo, aunque los franceses, tan suyos siempre, la llaman casinó. Mención aparte merecen los italianos, que, con su habitual perifollo expresivo, llaman así a estos centros de juego pero asimismo a las fincas de recreo, las casas de placer y los grandes líos en los que uno puede meterse (sin salir al campo, sin ir de putas y sin jugar a las cartas).

De todas las definiciones que he leído de la palabra mágica mi preferida es la de Julio Casares en su diccionario: "Asociación de recreo, generalmente de hombres solos, en la que, mediante el pago de cierta cuota, se utilizan los locales y servicios de una casa convenientemente dispuesta". Explica, además del trasfondo histórico de cuando casi todo era men's only, la primordial naturaleza del casino, un equivalente a los tradicionales clubs de caballeros aún persistentes, y muy bien atendidos, en la zona de Londres que va desde Covent Garden a Marble Arch.

En España se juega mucho ahora que todo está permitido, incluso antes de la llegada de Zapatero. Una de las noticias más astracanadas que recuerdo en la prensa española daba cuenta de que 32 casinos se iban a construir en Los Monegros, que pasarían así a ser Las Vegas, o un Reno baturro. El proyecto de convertir aquel hermoso desierto aragonés en el eldorado de las tragaperras (y para el que se manejaba un presupuesto de 17.000 millones de euros) se desinfló, ya antes de que la temida crisis empezara a hacer caer torres más altas. Yo me alegro por Los Monegros, y de la afición o vicio no hay que preocuparse; sigue con buena salud (según un reportaje de la revista Tiempo, España es el país de Europa donde más dinero se mueve en el juego), y captando cada vez más adeptos online. Me enteré, por una página publicada hace un par de meses en EL PAÍS, que el póquer ya no es lo que era: mesas iluminadas por una sola lámpara cenital, denso humo de cigarrillos, copas siempre a medias, miradas aviesas, alguna que otra vampiresa entrando a darle suerte a su hombre. En el póquer jugado por Internet, que ahora priva, el jugador se sienta a una mesa virtual (sin tapete de tela bajo el ratón), y a través de su ordenador apuesta y mide sus cartas con alguien que está, de la misma guisa, en Shanghai o Kansas City. Me pregunto como se hará un farol online.

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He ido muchas veces al Casino de Madrid, uno de los edificios más imponentes de esa milla de oro que va desde la Puerta del Sol a la plaza de Cibeles. No es un casino de juego, sino de recreación social, últimamente muy dado a celebrar bodas en sus espléndidos salones, donde puedes brindar, por ejemplo, bajo una bóveda pintada por Romero de Torres. La escalinata central se presta mucho a las fotos de grupo, el de los invitados del novio y el de los de la novia. En mi tercera y última boda allí (no como contrayente; aún estoy soltero) la separación de la foto no hizo falta, pues todo estaba mezclado; se trataba de una rumbosa boda gay entre dos hombres, y los novios tenían muchas amistades comunes. Recuerdo que hubo baile hasta la madrugada, pero al salir a la calle Alcalá un grupo de insaciables propuso continuar la fiesta. Me sumé, sin saber muy bien dónde iba, y de repente me vi delante de la mesa de una ruleta. Estábamos en el casino de juego de Torrelodones (hay otro en Aranjuez). Hice mi apuesta, bastante alta, a un solo número que aún recuerdo, el 28, y la bola de la fortuna, después de mucho rodar, me sonrió. Y así tuve que invitar a copas a mis amigos, todos asquerosamente afortunados en el amor.

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