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¿Nostálgicos de Pujol?

La memoria, en general, es corta, y la memoria política más aún. Por eso no me parece superfluo recordar que, hace apenas un lustro, había en este país mucha gente -adversarios, analistas e incluso allegados- que no daba un céntimo por el futuro de Convergència Democràtica de Catalunya (CDC). En las postrimerías de la presidencia de Pujol y después, tras la conquista del gobierno de la Generalitat por parte de las izquierdas coligadas, los pronósticos sobre Convergència eran más bien agoreros. El partido no sobreviviría a la retirada del padre fundador, al eclipse del hiperliderazgo que lo estuvo guiando durante tres décadas. Lejos del poder que la había engordado, CDC iba a languidecer inexorablemente, eso si no sufría un colapso rápido, al modo de la Unión de Centro Democrático. En todo caso, los cientos, los miles de paniaguados y oportunistas que se afiliaron por clientelismo, para ser delegados territoriales de esto o gerentes de aquello, huirían en desbandada hacia siglas más prometedoras. Y por supuesto, la siempre frágil coalición con Unió Democràtica estaba a punto de volar por los aires. De hecho, allá por 2003-2004, todos los partidos electoralmente fronterizos con CiU ya se estaban repartiendo sus despojos y algunos edificaron buena parte de sus hoy fracasadas estrategias sobre la hipotética adquisición de ese botín.

Los que acusaban a Pujol de separatista y de genocida lingüístico hoy echan de menos su moderación

Sin embargo, Convergència -o mejor dicho, la realidad sociopolítica de un millón de votantes que hay detrás de las siglas- ha demostrado ser sólida y ha resistido bastante incólume estos cinco años en la oposición, con las altas y las bajas normales e incluso, entre estas últimas, con alguna que merecía puente de plata. Que el señor Miró i Ardèvol haya dejado de practicar el entrismo ultramontano en el seno de CDC y se disponga -o eso sería lo honesto- a medir su representatividad social encabezando una lista católico-integrista en las próximas elecciones, es una buena noticia para la coherencia y la credibilidad del partido que lidera Artur Mas.

El pasado fin de semana, durante su 15º congreso, éste pareció superar al fin el duelo por la pérdida del gobierno catalán, evitó lamerse las heridas y recrearse en los "agravios" recibidos, aun cuando no pudo evitar unas dosis de melancolía ante las victorias aritméticas que luego se frustran en la trastienda de los pactos postelectorales. Al realizar su informe de gestión sobre el periodo 2004-2008, Mas habló de "los cuatro años más difíciles de la historia del partido", aludió a lo dura que es la "travesía del desierto" e hizo notar que a la victoria de CiU en las autonómicas de noviembre de 2006 le faltaron sólo 40.000 votos, tres diputados, para conquistar la presidencia de la Generalitat. En todo caso, y a diferencia de lo sucedido durante aquella campaña, la demonización del tripartito, la idea de un contubernio espurio para arrebatarles el poder, el mensaje del famoso DVD Confidencial Cat, todo esto estuvo ausente de los debates congresuales.

El golpe todavía duele, pero Convergència va asumiendo que, si permanece en la oposición, es ante todo por su propia incapacidad para alcanzar una mayoría parlamentaria suficiente y sólo en segundo término por la dificultad de encontrar socios de gobierno. Si esto último depende de voluntades ajenas, lo primero está en manos propias: se trataría de ilusionar y movilizar de nuevo a los cientos de miles de electores que, habiendo votado a CiU alguna vez, por Todos los Santos de 2006 se quedaron en casa, y en menor medida, de atraer a los votantes decepcionados de otras opciones nacionalistas que en su día les parecieron mucho más radicales y hoy les suscitan más bien perplejidad.

Es a explorar, a tantear estos territorios de crecimiento o de recuperación, a lo que el 15º congreso de CDC dedicó muchas horas de debates en ponencia y varios kilos de papel en forma de enmiendas. ¿Con qué resultado? De creer a numerosos comentaristas periodísticos, con el resultado de acentuar la deriva soberanista -tal es la expresión consagrada-, de mimetizar el discurso de Esquerra Republicana y dejarse arrastrar por ésta al maximalismo en materia de autogobierno; lo cual -concluyen esos mismos análisis- aleja a Convergència de la centralidad catalanista, es incompatible con la recuperación del poder y liquida aquella fructífera ambivalencia que tan bien gestionó Jordi Pujol durante dos décadas.

A este modo de ver las cosas me gustaría plantearle algunas objeciones. Por una parte, también la Convergència de 1984 a 1995 albergó pulsiones y actitudes que hoy calificaríamos de soberanistas. No hace falta apuntar nombres; bastará recordar los gritos de Pujol, president! Catalunya independent! que resonaban frente al hotel Majestic cada noche de mayoría absoluta, o cierta moción parlamentaria por el derecho de autodeterminación, o la llamada "fiebre báltica" de 1990-91... Pujol no las abonó, pero se guardó bien de condenarlas, porque formaban parte, y parte no anecdótica, de su proyecto catch all. Además, por aquel entonces CiU representaba al nacionalismo casi sin competencia, con una Esquerra domesticada y minúscula. ¿Cabe comparar ese panorama con el de hoy, cuando ERC cogobierna y CDC chupa banquillo? No, la Cataluña de 2008, tras las agresiones del aznarismo, tras los equívocos del Estatuto de 2006, tras el mareo de las balanza fiscales, tras las crisis en las infraestructuras, tras los boicoteos y los manifiestos, ya no es la de 20 años atrás, y añorar los funambulismos catalanistas de Pujol carece de sentido.

Pero es que, además, en ciertos casos resulta cómico, o cínico. Tiene gracia que hoy echen de menos la moderación de Pujol quienes en su día lo acusaban de separatista encubierto o de genocida lingüístico, de azuzar a sus "cachorros" en la tumultuosa inauguración del estadio olímpico (1989) o durante la campaña del Freedom for Catalonia, por ejemplo.

Gracias a Dios, existen las hemerotecas.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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