Mi sesión de terapia
Quiero matar a alguien. Es que hace mucho tiempo que no lo hago. Pasé 16 años en el psicoanálisis matando gente, y claro, eso crea adicción. No soy un asesino, bueno sí, pero no mato por placer, mato por prescripción médica, mato para no matar (de verdad). Así que he decidido utilizar esta maravillosa plataforma que EL PAÍS me ha brindado para matar gente, para cagarme y mearme en aquellos que me agreden, para decir las cosas que no me atrevo a decir en mi día a día. Esta columna va a ser mi sesión de terapia. Y como es el primer día y tampoco se trata de presentarme como un auténtico asesino en serie emocional, y por aquello de que vayan entendiendo la dinámica de mis asesinatos, voy a empezar por mí. Me voy a matar a mí mismo. Allá voy. Estoy hasta los cojones de mis neurosis de pobre niño pijo urbanita atribulado, de mi rollo con los traumas familiares si he tenido una infancia muy feliz, de mi enfermiza necesidad de agradar a todo el mundo, de ser el buen hijo, el complaciente novio, el amable y tranquilo director que se come los marrones de los demás, de no saber decir no, no, no y no, simplemente no, de mi falta de pudor para airear mis miserias, de pensar que eso me hace caerle bien a la gente, de ser incapaz de imponerme por no tener huevos y que la gente se crea que es porque soy muy comprensivo, de estar tan enamorado, de ser tan vulnerable, sensible y nenaza, de ser incapaz de escribir algo que no tenga que ver conmigo, de ser un escritor limitado, eso es lo que soy yo, egocéntrico y limitado. Yo, yo, yo, mí, mí, mí. Y sobre todo de quejarme tanto, porque soy un puto privilegiado, en todos los sentidos y no paro de quejarme. Quejica, nenaza, egocéntrico, limitado y enamorado. Eso es lo que soy. Ya, por fin. Respiro. Digo no, todo lo contrario, ya no respiro, estoy muerto. Ojo, el próximo puedes ser tú.
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