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Cumbre de la Unión por el Mediterráneo
Columna
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Los discursos de los domingos

Si algo parece caracterizar la presidencia de Nicolas Sarkozy es una enorme predilección por los grandes discursos. Con uno en Bruselas hace dos años abogó por un mini-Tratado que sustituyera a la Constitución Europea; con otro en Tánger la vuelta de Francia al Mediterráneo; ante sus embajadores, reunidos en agosto, cerró la puerta de la UE a Turquía y convocó un grupo de sabios para fijar las fronteras de Europa; luego, en Washington, anunció el fin de las hostilidades euroatlánticas; y, finalmente, en la Knesset reconfiguró las relaciones de Francia con Israel.

El contraste con Angela Merkel, mujer de pocas palabras, pero bien escogidas, no puede ser más esclarecedor. Al lado de la canciller federal alemana, Sarkozy parece un presidente posmoderno, un ferviente creyente en la capacidad del lenguaje de constituir la realidad. Pero como dijo una vez Jacques Delors de la política exterior europea, el gran inconveniente de los discursos que los líderes hacen los domingos es que luego llegan los lunes y hay que gestionarlos.

El escalón de riqueza, buen gobierno y derechos que separa a ambos lados es de los más grandes
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En el caso particular de Sarkozy, los excesos líricos de su equipo de redacción, sumados a lo que parece una inveterada manía de no contrastar sus propuestas con sus socios ni vecinos, ha llevado a su presidencia a pasarse de frenada en más de una ocasión, arrastrando a su Ministerio de Exteriores a una extenuante tarea de control de daños. Así, los siempre hábiles diplomáticos franceses se han visto obligados a hacer malabarismos retóricos y desplegar todas sus capacidades de seducción para limar las aristas más visibles de los discursos de Sarkozy e inyectar racionalidad (multilateral y europea) allí donde su carencia se hacía más evidente.

Como consecuencia, el mini-Tratado se desvaneció, dando paso al Tratado de Lisboa, y el Comité de Sabios cambió su mandato para obviar la adhesión de Turquía, mientras que el proyecto de Unión Mediterránea ha terminado por convertirse en lo que no podía ser otra cosa que un Proceso de Barcelona plus, es decir, en una política mediterránea de la UE que incluya a todos sus miembros.

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Se salva así la coherencia de la política de vecindad de la UE, evitando su fragmentación en esferas de influencia. Gracias a los esfuerzos de España, Alemania e Italia, se ha logrado reconducir una iniciativa que nació lastrada por la enorme torpeza de no haber buscado ni la aquiescencia de los otros socios europeos ni la complicidad de los vecinos del Sur. No es de extrañar que ante tales antecedentes, exista la tentación de evaluar el éxito de la iniciativa de Sarkozy por la cantidad de asistentes a la Cumbre de ayer en París. Sin embargo, tendría algo más de lógica intentar juzgar la reunión por sus resultados a medio y largo plazo. En este sentido, puede decirse que aunque se hayan puesto en marcha una serie de iniciativas novedosas en cuanto a los temas (energía, medio ambiente, protección civil, tráfico marítimo), éstas son más bien inocuas a la hora de lograr la tan necesaria transformación de las estructuras políticas, económicas y sociales de la ribera Sur. Al final, la propuesta de Unión Mediterránea queda flotando en el inmenso vacío que se abre entre la fanfarria de la cumbre y un catálogo de medidas más bien minimalistas.

Compartimos un mare nostrum, pero el escalón de riqueza, buen gobierno y derechos humanos que separa a ambos lados es uno de los más grandes del mundo (sólo en términos económicos, el Norte es 10 veces más rico que el Sur).

La Cumbre no diseña nuevos instrumentos que impulsen reformas políticas, económicas y sociales de calado dentro de los países, logren que los vecinos del Sur cooperen entre ellos, cosa que hoy por no hoy hacen, o sienten las bases para una solución definitiva del conflicto palestino-israelí. Pero, para ser justos, la responsabilidad no es exclusivamente europea. Esta iniciativa, como las anteriores y otras que seguirán, tendrá el éxito que sus destinatarios quieran ya que, en realidad, la UE tiene una capacidad de acción muy limitada a la hora de lograr la transformación de la ribera Sur. Europa puede hacer mucho para incentivar las reformas, y de hecho lo hace, pero no puede sustituir la voluntad de modernización de sus vecinos, ni mediante sus discursos de los domingos ni mediante las políticas de los lunes.

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