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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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El Van Gogh americano

1 - La primera vez que vi un cuadro de Ralph Albert Blakelock fue en la década de los noventa en Chicago. Había allí una exposición monumental dedicada a los pintores realistas norteamericanos de finales del XIX. El tono general me parecía muy aburrido, tal vez por ciertos prejuicios absurdos que tenía entonces y que me llevaban a mirar con suficiencia todo lo que llevara la etiqueta de realista. El hecho es que, mirando distraídamente aquellos cuadros que de antemano había considerado que eran todos idénticos, di con uno que me pareció diferente y de una belleza tan conmovedora como inquietante, quizá porque en el fondo -visto con mi óptica de ahora- era el único cuadro realista de verdad: el mundo antes de que estuviéramos nosotros en él.

No consigo recordar el título de aquella pintura de Blakelock, y no me ha sido posible encontrarlo en la Red ni en ninguno de mis libros de arte, de modo que de aquella pintura hablo ahora de memoria, sin recordar el título. En el cuadro hay un primer plano oscuro que contrasta radicalmente con un fondo iluminado por la luz de la luna. La atractiva luz resplandece en la superficie de un río, creando un ambiente de silencio y misterio. En el primer plano, que es muy oscuro, hay árboles a izquierda y derecha del espectador. Al fondo, unos caballos bebiendo a la orilla del río iluminado. Detrás de ellos, unas tiendas de campaña inequívocamente indias. No se ve a ninguna persona. A pesar de ser un exterior, me pareció un interior de la mente del pintor, un paisaje idílico de gran quietud en el que tierra y luna se compenetraban. Un espacio de reserva india, que es a la vez el final de un mundo ya roto que ha iniciado su aceleración hacia la velocidad de la nada. Un interior apache de Vermeer.

Como el mundo de los indios ha ido siempre ligado en mí a una reacción instintiva de temor, quedé sorprendido al ver que aquel cuadro me evocaba un viejo pánico, pero al mismo tiempo transmitía una idea de felicidad. Esa idea me llegaba acompañada de una impresión de apacibilidad que no dejaba de ser muy sorprendente, porque representaba para mí el fin de los viejos temores. ¿Qué tenía aquel cuadro? Aunque un paisaje bajo la luz de la luna no es obviamente el mismo que el de un atardecer, recuerdo que me trajo a la memoria el mundo del magistral Modest Urgell, pintor catalán de crepúsculos, no sé si suficientemente valorado hoy en día por sus algo desorientados compatriotas.

2

- Blakelock transmitía la idea de que a aquella hora todos los sonidos eran más suaves, más profundos, y el rumor del viento en las ramas más pensativo. Una idea extraña de felicidad. Como la que invade al guionista de la gran novela Cementerio para lunáticos, de Ray Bradbury, un personaje que vive una intriga fantasmagórica en el Hollywood de su imaginación. Recuerdo que, ante aquel cuadro de Blakelock tan descomunalmente realista, tuve la impresión india de haber vuelto a reconocer la belleza del mundo. Después, supe que no era la primera vez que había estado cerca de sus pinturas. De hecho, había tenido mi primer contacto con él en El palacio de la luna, de Paul Auster. Quienes han leído ese gran libro no olvidarán nunca el momento en que el narrador decide acatar la orden de Effing, el extraño hombre en silla de ruedas, y visita el Museo de Brooklyn, donde, como parte de su recuperación, tiene que buscar una pintura, Moonlight, cuya primera sorpresa es su reducido tamaño.

Moonlight, ese paisaje de Ralph Albert Blakelock, es hoy en día el cuadro más conocido del pintor y también del Museo de Brooklyn, en la Grand Army Plaza. Si bien Paul Auster admira el talento pictórico del hoy llamado -por los problemas mentales que padeció- el Van Gogh americano, en realidad es la vida de Blakelock lo que más le ha interesado siempre. Este pintor, nacido en Nueva York en 1847, dejó de estudiar Medicina cuando sintió la llamada del lejano Oeste, donde vivió entre los indios durante una larga temporada, dedicado a retratar paisajes en soledad. Se desplazó posteriormente al México occidental y bajó hasta el sur, hasta los límites de Centroamérica. El largo viaje indio le hizo a Blakelock abandonar el realismo de la pintura del paisaje convencional en favor de paisajes de gran calma, idílicos.

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Quietud en el paisaje y desenfreno mental se compaginaban en él de forma secreta. Regresó a Nueva York y se casó con Cora Rebecca Bailey, con la que tuvo nueve hijos, lo que obviamente le complicó la vida. También se la complicó su gran genio artístico incomprendido, y su absoluta incapacidad para las relaciones comerciales. Vendía casi regalados sus cuadros y sus hijos pasaban hambre. Cuando su mujer tuvo la ocurrencia de reprochárselo, enloqueció de tal forma que destrozó su caja de pinturas y a continuación la casa entera. Corría el año de 1899. Le diagnosticaron una enfermedad mental y le internaron en un manicomio, donde siguió pintando, ahora valiéndose a veces de sus propios cabellos para los pinceles.

Suele suceder y ya es un tópico, pero el último sarcasmo de la vida de este pintor visionario fue que, desde el momento mismo en que fue internado como loco, comenzó a triunfar. Hoy, quien pasa por Brooklyn tiene la posibilidad de ir hasta la Grand Army Plaza y entrar en el museo, y allí buscar ese cuadro hipnótico, Moonlight, donde la luna y el paisaje tienen una sola dimensión, se convierten misteriosamente en un único cuerpo. Moonlight es el mundo del ayer, un universo quieto y profundamente iluminado, la tierra de antaño que nunca vimos, el fin de los viejos temores, la vida a la que algún día hemos de regresar.

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