"No he dicho un taco en mi vida"
Está igualito, pero, por si alguien aún no lo ha reconocido, ahí va una ayuda: hace nueve años, un adolescente redicho impartía lecciones de egiptología en el programa Crónicas marcianas. El chaval, de 12 años y superdotado, explicaba que si Tutankamón tal o cual a un Javier Sardà entre divertido y estupefacto (como los espectadores). Bien.
El niño superdotado ya tiene 22 años, cuatro carreras, dos tesis y nueve idiomas
Aquel niño ha cumplido 22 años y está a punto de atacar una croqueta con jamón, su entrante favorito del restaurante de cocina vasca Alkalde. Situado cerca del museo arqueológico, es asiduo desde hace años. Víctor, el camarero, se sonríe al verle entrar. "Lo conozco desde que es así", dice, poniendo la mano a la altura de su cintura. "Es la leche lo listo que es el tío".
En este tiempo, Carlos Blanco se ha licenciado en Filosofía, Química y Teología. Ha aprendido un montón de idiomas (inglés, francés, alemán, italiano, portugués, latín, griego, hebreo, ruso...), ha escrito dos tesis doctorales y ha dado conferencias. También ha publicado un libro, Mentes maravillosas que cambiaron la humanidad, y ha vuelto a la tele: es jurado de El Gran Quiz (Cuatro), un programa para cerebritos y que mañana celebra su final. "Me fascina el influjo social de la televisión", dice. "La gente la idolatra".
Carlos nació y vive en Coslada (Madrid) con sus padres, un administrativo y un ama de casa. Dijo su primera palabra a los siete meses: "Mamá". En el colegio pasaba los recreos solo, dando vueltas por el patio. Se entretenía leyendo las cotizaciones de las divisas, libros de historia... Era raro. Y mucho más listo que el resto. Una persona normal tiene un coeficiente intelectual de 100; él, 160. Fue el primero de su familia en pisar una universidad, cosa que hizo a los 12 años. Gracias a su inteligencia, ha viajado y vivido muchas experiencias. Entre sus momentos más felices destacan el día que descifró su primer jeroglífico, cuando vio la momia de Amenofis III, que se conserva en atmósfera de nitrógeno en el museo de El Cairo, o cuando oyó a la Orquesta Sinfónica de Rusia tocar el Réquiem de Mozart en el teatro Tchaikovsky de Moscú.
Carlos divide su vida en dos etapas: una primera, en la que optó por el aislamiento, y una segunda, en la que decidió hacer un esfuerzo por socializar y abrirse al mundo y que empezó hace unos cinco años. Cuando habla, cita constantemente -a Hegel, Mandel, Leibniz...-, y da apuro avisarle de que uno está perdiendo el hilo. De cerca, más que su inteligencia, llaman la atención sus modales. Carlos se expresa con precisión, dobla la servilleta con delicadeza, se interesa por su interlocutor. Lo hace mientras ataca un chuletón de aúpa -"soy carnívoro"- regado con... fanta de naranja. De pronto, suelta: "La lectura de ciertos libros me ha extasiado, con perdón por la palabra". ¿La palabra? ¿Qué palabra? ¿Extasiado? Así de estricto es Carlos. "No he dicho un taco en mi vida. Me lo propuse a los ocho años y lo he cumplido. Me genera problemas de conciencia". Carlos es muy católico y, puestos a soñar, le gustaría crear una obra intelectual "que encontrase puentes entre la razón y la fe". El verano lo pasará en Harvard, con una beca de investigación. Y, mientras sigue hablando -Copérnico, Pannenberg...-, Víctor, el camarero, marca pecho con la pareja que está comiendo en la mesa de al lado. "De pequeñito ya era así. Es la leche lo que sabe. Es que el que nace genio...".
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