Verano en la calle
Siempre son de agradecer los motivos sin importancia para levantarse pronto en las mañanas de verano. La antipatía de los motivos mayores, horarios de trabajo o reuniones inexcusables, forma parte del invierno. No es que uno se echa a la calle, es que uno debe trabajar. Pero en vacaciones nos echamos a la calle, y basta con un motivo menor, bajar al muelle en busca de pescado fresco o hacerse con los periódicos del día, para recordar que las ciudades y los pueblos de siempre, bien separados de los compromisos laborales, son un magnífico lugar para el ocio. Cuando la gente discute las ventajas de veranear en el mar o en la montaña, siento que a mí me gusta aprovechar los primeros días de vacaciones para veranear en la calle. Ayer me levanté pronto y bajé a comprar unas doradas en la lonja. Se agradece el frío alegre de la mañana veraniega, pero se padece la falta de respeto que los españoles sentimos por la calle. Paquetes de tabaco, botellas vacías, latas, papeles, esperan la llegada de los barrenderos.
Nuestro desprecio por la calle se adueña hasta del lenguaje. Me acaban de poner en la calle, decimos al perder el trabajo. A escupir a la calle, exigimos a la gente que no sabe comportarse en un bar o en una casa, como si la calle justificase la mala educación. Sal conmigo a la calle, que te voy a partir la cara, grita el ofendido que quiere tomarse la justicia por su mano. También en el lenguaje se llenan las aceras de bofetadas, basuras, trabajadores en paro y amantes abandonados. Como soy partidario de la calle, intento no escupir, ni pelearme, ni tirar colillas al suelo. He aprendido incluso a convertir mi casa en un lugar público para defenderme de los que quieren privatizar todos los espacios del Estado. Ayer me senté en un café a leer el periódico, después de comprar las doradas, y esperé a que llegase un amigo que me consolara de las noticias, ese calor agobiante de pateras, miseria y cinismo internacional, con la misma impaciencia de las calles que aguardan a sus barrenderos.
Las mesas de los café son un torno giratorio en los primeros días de vacaciones. Llega uno, se sienta otro, alguien pasa y te cuenta una historia. La vida es un resumen de gente que viene y va al ritmo de la mañana callejera. El más amigo de todos los amigos tenía algo serio que contarme y nos encaminamos a un lugar discreto, con la bolsa de las doradas en mi mano, para pedir una manzanilla y charlar tranquilamente. La conversación de calle goza de ventajas, suele ser más ventilada y evita las penumbras. Si los políticos pisaran más la calle, les daría vergüenza mentir, y serían mucho más fáciles las decisiones de gobierno y las renovaciones de los aparatos. Al mediodía, la manzanilla pone en el paladar el frío alegre de las primeras horas de la mañana. Pero ya no es hora de muelle o de café con periódico, sino de chiringuito, y el dueño nos saluda a mi amigo y a mí, nos cuenta las últimas peripecias de su larga historia, mira mi bolsa de doradas y se ofrece a prepararlas. Yo me niego con dignidad. Es hora de volver a casa.
Pero llegan más amigos con ganas de comer y con guitarras. Las vacaciones en el mar son vacaciones en la calle cuando las horas se pierden por las esquinas de los saludos, las escalinatas de los recuerdos, los soportales de las preguntas, las plazas de las bromas políticas. Los paseos no llevan a ningún lugar, porque te dejan sentado en la misma silla del chiringuito entre copa y copa, mientras cae el sol, como un cliente silencioso y digno, en el mostrador del horizonte.
Llego a casa con el periódico y las doradas. ¿Dónde has estado?, me preguntan. En la calle, respondo, con la mayor naturalidad. Pero enseguida compruebo que los españoles y la españolas no respetamos la calle. Están a punto de ponerme con las maletas en la calle.
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