El indómito cabezota de Toledo
Las manos. Federico Martín Bahamontes está orgulloso de sus manos. Enormes. Huesudas, una vena dura y azul sobresaliendo entre los nudillos, como una nervadura gótica. Inesperadamente cálidas. Mórbidas. Manos que abrazan. "Las manos lo dicen todo", dice Federico, 80 años ya, tieso como un palo, ágil como un adolescente, inquieto como un niño hiperactivo. "Un ciclista tiene que tener las manos grandes. No hay campeón de manos pequeñas. Ni en el ciclismo ni en la vida. Quien tiene buenas manos triunfa en la bicicleta y triunfa con las chavalas, liga mucho más".
Las manos, manos de obrero, de Federico Bahamontes, delatan, como mucho, su herencia, sus orígenes en la Castilla profunda, pobre y orgullosa, de la España que pocos años después de su nacimiento, en 1928, estalló en la guerra civil. "Todo lo he heredado de mi madre, el carácter, la inquietud, la fuerza. Mi padre, Julián, trabajaba como mozo de estación". En aquellos días de su juventud, en las cuestas de Toledo, en su lucha por la supervivencia, en la sangre de su madre, Victoria, encontró Bahamontes los elementos necesarios para configurar su personalidad genial y única, contradictoria, individualista a más no poder, temeraria. En aquellos días de hambre y aislamiento, de posguerra en Europa y de posguerra en sus calles, España empezaba también a redescubrir el Tour. Antes de la Guerra Civil (1936-1939), el ciclismo español había dado al Tour figuras como Vicente Trueba, la Pulga de Torrelavega, el primer rey de la montaña de la grande boucle (1933), o Julián Berrendero, a quien el estallido de la guerra española el 18 de julio de 1936 le encontró disputando su primer Tour, en el que se proclamó rey de la montaña, y debió optar por el exilio en el sur de Francia durante la contienda.
Mucho antes que Armstrong, subía los puertos con una gran cadencia de pedalada
En 1959, Bahamontes ganó el Tour. El Águila de Toledo.
Pero antes de águila fue picador. Picador. Así lo empezaron a llamar en Francia en 1954, cuando conquistó el primero de sus seis reinados de la montaña, por la forma en que atacaba las ascensiones de los grandes puertos: como un picador en una corrida de toros. Se ponía de pie en la bicicleta y clavaba un puyazo en el pelotón, una aceleración brutal a la que respondían muy pocos; Bahamontes, su magro cuerpo -"pesaba 56 kilos, era un esqueleto", dice Bahamontes, que mide 1,78 metros. "De cintura para arriba sólo era pellejo y huesos, mi fuerza estaba en las piernas, poderosas"-, volvía a sentarse, a pedalear balanceando los hombros al compás de las pedaladas, pero al poco rato repetía puyazo. Y así hasta quedarse solo. "Más o menos como se ha visto a Contador en este último Tour, pero más fuerte", dice el escalador toledano. Y ya ascendía los puertos ligero de desarrollo con una gran cadencia de pedalada, casi 50 años antes de que Lance Armstrong pusiera de moda el molinillo.
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