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Columna
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Los 'colmaos'

La risa va por barrios y las modas llegan y se esfuman, zarandeando al paisanaje durante algún tiempo. A veces de forma que resulta posteriormente sonrojante, como cuando, con ausencia de rubor, como idiotas, bailábamos la conga agarrados a la cintura de quien nos precedía en la itinerante fila. O agachándonos, sin pizca de sonrojo, plegados los brazos y meneando los codos al cantar Pajaritos por aquí, pajaritos por allá... Personas hoy de mucha edad lo recordamos con la vergonzosa memoria de quien ha bailado y cantado mamarrachadas similares. Por eso debe considerarse poco chocante la ráfaga cutre del Chiquilicuatre, que, al menos, ha durado un suspiro y ni siquiera se prolonga como canción del verano.

El cliente podía, previa contratación telefónica, llevar a sus propios flamencos

Con viejos amigos recordábamos el sarampión del flamenco que acometió a los madrileños -o una parte de ellos- en los finales años cincuenta y primeros sesenta del siglo pasado.

Lo que era genuino en ciudades y pueblos andaluces tomó carta de naturaleza transitoria en nuestra ciudad, que sufrió una epidemia de cante jondo. Llamabas a un amigo o amiga con el propósito de invitarles a cenar o tomar una copa y era frecuente escuchar la excusa de que estaban muy cansados: "Anoche tuve un flamenco hasta las seis de la mañana...". Se decía "tener un flamenco", como si fuera una jaqueca, una amigdalitis o las señoras la regla, especialmente incómoda. Madrid estaba salpicado de lugares dedicados al flamenco, sin anuncios, reclamos de neón ni publicidad notoria, como si fuera un acto clandestino, que sólo tenía de subversivo que se prolongara hasta la salida del sol. Por eso muchos de los improvisados colmaos se encontraban en el extrarradio. Allí no se iba a bailar ni cantar, sino a escuchar y jalear.

Los recién llegados a la afición, que éramos la mayoría, pronto conocimos la fórmula, que consistía en pasarse por las calles de la Victoria, Tetuán y aledañas, en muchos de cuyos bares y tabernas se contrataban a los artistas, desde el tocaor y la cantaora, hasta el cuadro completo, con bailarinas incluidas. Había ya, y se abrieron otros entonces, varios, afamados y profesionales, dedicados especialmente a esto, en el centro, desde el veterano Los Grabieles hasta El Duende, del entrañable amigo y buen torero Gitanillo de Triana, que señoreaba su famosa madre, Pastora Imperio; y El corral de la Morería, nacido en el mejor momento, regentado por Antonio Rey, de la estirpe de los Camorra. Allí sonaron durante varios años las sabias castañuelas de Mariemma, recientemente fallecida, una gran artista, justamente laureada en España y en Francia. O el posterior Café de Chinitas, donde los brillantes ojos de La Chunga y su genial silueta bordoneaban entre las palmas, recordando cuando Paquiro le dijo a su hermano que era más valiente y más torero. O el rutilante Villa Rosa, por la calle de López de Hoyos, que ofrecía un espectáculo costoso, de calidad, y reservados discretos para encuentros que nada tenían que ver con el canje jondo.

Por aquellas fechas ya se habían relajado bastante los límites horarios de los espectáculos, pero a los instalados dentro del casco urbano les llegaba la hora, que continuaba en los colmaos. El que más frecuenté fue el de Manolo Manzanilla, en lo alto de la carretera de Aragón. Una casa pueblerina, aislada, sin vecinos quisquillosos ni señal alguna de las ingenuas bacanales que se corrían en el interior. Habitaciones espaciosas con sillas para los clientes y para los cantaores y una mesa para colocar las botellas, muchas, grandes dosis de jamón de Jabugo, de Trevélez, de Guijuelo o de Sierra Nevada, que parecían la base de la alimentación de los artistas, aparte de la legítima remuneración por su trabajo.

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Allí había los que pudieran llamarse artistas de plantilla, aunque el cliente podía, previa contratación telefónica del espacio, llevar a sus propios flamencos, es decir, a los reclutados de forma habitual. Yo -mientras duró aquella fiebre- "me arreglaba" con los mismos: un excelente guitarrista llamado Avelino, que tenía la particularidad de ser zurdo y llevar las cuerdas del instrumento al revés, y su acompañante, El Niño... de no me acuerdo dónde. Muy apreciados por mí porque ambos conocían innumerables canciones, y, personalmente, de todo aquello lo que me entusiasmaba eran las letras, aunque nunca fui capaz de distinguir las docenas de cantes, el grande, el chico, los fandangos de Huelva, las tarantas, las cartageneras o el cante de las minas. La poesía y el talento profundo de las coplas merecían la pena. Además, nunca logré dar palmas y terminar al mismo tiempo que los demás. Un descalificador "clac" volvía los ojos hacia mí y no recibía reproches porque pagaba la juerga.

Metidos en faena, y si ya había amanecido, se tomaba la irreflexiva decisión de consumir un chocolate con churros en San Ginés, remachado con una o varias copas de chinchón, compartido en la barra con los albañiles que comenzaban la jornada matando el gusanillo a base de un lingotazo de aguardiente.

No recuerdo con precisión el momento en que aquella moda tuvo fin, tan evanescente e incomprensible como su principio. Al día siguiente era preciso afrontar la jornada laboral con la osamenta hecha fosfatina, pero con alegría por haber pasado una noche de flamenco de uso particular.

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