Deseos de felicidad
He sido una de las pocas personas que no vio el partido entre España y Rusia. Soy fanático del fútbol, pero tenía trabajo: la presentación de una lectura del poeta Andrés Sánchez Robayna, en Málaga, ante pocos espectadores, excepcionales. Y fue un acto excepcional, emocionante, en voz baja, como una meditación. Cuando salimos, había acabado el primer tiempo y no se oía nada en la calle vacía. ¿Perdía España? Vi entonces a una muchacha con la roja camiseta nacional, en el semáforo, y le pregunté cómo iba el partido. Cero a cero. La niña con los colores españoles era noruega. En el restaurante, con el primer plato, llegó del piso de abajo el ruido del primer gol, y hubo una apresurada satisfacción en la mesa, como si los cocineros no pudieran ser rusos en el restaurante uruguayo. Las dos únicas personas uniformadas de futbolistas de España con las que he hablado han sido extranjeras: la noruega y el amigo irlandés con el que suelo ver algún partido, en su bar.
Camisetas y banderas se han extendido por las ciudades, triunfo tras triunfo, en casas, coches, taxis, motos de repartidores de pizza. Es una moda que descubrí en Norwich, en Inglaterra, cuando el Mundial de Alemania de 2006, y ya ha llegado aquí. Se trata de un patriotismo internacionalista, muy americano. El abanderamiento exhibicionista es una moda mundial que en Andalucía comercializan fundamentalmente las tiendas chinas, y Adidas, una multinacional, luce sus signos junto al escudo de España en la vestimenta de los futbolistas nacionales. Las banderas asiáticas de España se han agotado, porque el banderismo se expande fácilmente en las grandes ocasiones, según demuestran los Estados Unidos de estos años, o las multitudes centroeuropeas del verano de 1914, ebrias de entusiasmo patriótico. Pero no hay impulso bélico en el caso del fútbol: sólo hay deseo de confraternizar con los que tenemos más cerca, deseo de ser felices un momento. Un anuncio de cerveza resume perfectamente el espíritu de los triunfos futbolísticos: "Gracias por seguir haciéndonos soñar. Gracias por darnos motivos para brindar", grita al cielo en el anuncio, con los puños cerrados y los brazos en alto, el portero Casillas.
El campeonato de Europa está siendo agradable, favorable. Los hinchas son buenos, como el equipo. Ramón Besa, desde Basilea, enumeraba el jueves en este periódico las virtudes de la selección: responsabilidad, compromiso con el balón y el equipo. Son futbolistas que trabajan "sin ponerse interesantes ni ser trascendentes", sin gritar, normales, "un grupo de amigos que juega muy bien al fútbol", transparentes y humildes. David Villa, delantero lesionado ante Rusia, declaraba en Viena a Luis Martín sentirse "feliz y orgulloso de haber disfrutado de esta Eurocopa con un grupo tan extraordinario. Ir a entrenar cada día es una alegría". Los futbolistas españoles resultan apacibles, amables, internacionales y artísticos. El más enfáticamente español es el andaluz Ramos, con su intrépida muñequera rojigualda. Nick Hornby, en Fiebre en las gradas (Editorial Anagrama), dice que los equipos que juegan bien tienen buenos seguidores. "Los equipos malos tienen una hinchada tan mala como ellos", concreta Hornby, traducido por Miguel Martínez-Lage. Pero honradamente añade: "No es una hipótesis que pueda demostrar con pruebas contundentes".
"No quiero que se acabe hasta el domingo", dijo el goleador Villa, y no conozco a nadie que quiera que se acabe. Es el deseo de seguir brindando felices, en reunión. Todos queremos ser campeones una noche. La mala sombra de estas cosas patrióticas es que casi siempre exigen, para disfrutar, el disgusto de algún adversario, alemán o de donde sea, de otra bandera en cualquier caso. El patriotismo se parece así a lo que llaman fiesta taurina, que para el placer estético del aficionado debe contar con el sufrimiento del toro.
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