_
_
_
_
FUERA DE RUTA

El safari de Obama o una jornada entre masais y fieras

En 'Los sueños de mi padre', libro que se traduce ahora, el candidato a la presidencia de EE UU narra su visita a la reserva de Masai Mara, en Kenia

Hacia el final de mi segunda semana en Kenia, Auma y yo fuimos de safari. En principio, a ella no le gustó mucho la idea. Cuando le enseñé el folleto, movió la cabeza con gesto incrédulo. Como la mayoría de los kenianos, relacionaba las reservas naturales con el colonialismo. "¿Cuántos kenianos crees que pueden permitirse ir de safari?", me preguntó. "¿Por qué no se puede cultivar todo ese terreno que se dedica a los turistas? Esos wazungu se preocupan más por la muerte de un elefante que por la suerte de cien niños negros".

Durante varios días eludimos el asunto. Le dije que estaba dejando que la actitud de otras personas le impidiese conocer su propio país. Ella me respondió que no quería tirar el dinero. Finalmente cedió, no por mi poder de persuasión, sino porque se apiadó de mí. (...)

Así que a las siete de la mañana de un martes vimos cómo un fornido conductor kikuyu llamado Francis cargaba nuestro equipaje en la baca de un minibús blanco. Con nosotros viajaban un cocinero alto y delgado llamado Rafael, un italiano de cabello moreno que respondía al nombre de Mauro, y una pareja inglesa de cuarentones, los Wilkerson.

Salimos lentamente de Nairobi, pero pronto estuvimos en campo abierto cruzando verdes colinas, caminos de tierra roja y pequeñas shambas (aldea en suajili) rodeadas de parcelas cultivadas de ralas y agostadas mazorcas de maíz. (...)

Más adelante, unos cuantos kilómetros al norte, dejamos la carretera principal y nos adentramos en otra de grava. La marcha se hizo más lenta: en algunos lugares los baches ocupaban todo el ancho de la vía y, de cuando en cuando, los camiones que circulaban en dirección opuesta obligaban a Francis a conducir por la cuneta. (...) El árido paisaje estaba salpicado de matorrales, frágiles acacias espinosas y piedras negras de aspecto extraordinariamente duro. Dejamos atrás pequeños rebaños de gacelas; un solitario ñu que comía en la base de un árbol; cebras y una jirafa apenas visible en la distancia. Por espacio de casi una hora no vimos persona alguna, hasta que en la distancia apareció un solitario pastor masai guiando un rebaño de bueyes a través de la llanura, su cuerpo era tan enjuto y recto como el bastón que llevaba.

En Nairobi no había conocido a ningún masai, aunque había leído bastante sobre ellos. Sabía que su estilo de pastoreo y su valor en la guerra les habían valido la admiración de los ingleses y, aunque los acuerdos alcanzados no se respetaron y los masai se vieron obligados a vivir en reservas, la tribu, pese a la derrota, alcanzó la categoría de mito, como los cherokis o los apaches. El buen salvaje de las tarjetas postales y los libros ilustrados con encuadernación de lujo. También sabía que esta especie de pasión occidental por los masais enfurecía a otros kenianos, que hacía que se avergonzasen de sus tradiciones y que se les viera como usurpadores que ansiaban la tierra de los masai. El Gobierno había tratado de escolarizar obligatoriamente a los niños masai e impulsar un sistema de leyes para que los adultos pudieran detentar la propiedad de la tierra. El gran reto del hombre negro, según explicaban funcionarios gubernamentales: civilizar a nuestros hermanos menos afortunados.

Bisutería artesanal

Mientras nos adentrábamos en el interior del país me preguntaba cuánto tiempo podrían sobrevivir los masai. En Narok, una pequeña aldea dedicada al comercio donde paramos para repostar y almorzar, un grupo de niños vestidos con pantalones color caqui y unas camisetas bastante usadas rodearon el minibús tratando de vendernos bisutería artesanal y chucherías con el mismo agresivo entusiasmo que sus colegas de Nairobi. Dos horas después, cuando llegamos a la puerta de adobe de acceso a la reserva, un masai alto con una gorra de los Yankees de Nueva York y oliendo a cerveza se inclinó por la ventanilla de nuestro vehículo y nos sugirió que nos apuntásemos a la visita guiada de una boma (aldea) tradicional masai.

"Sólo cuarenta chelines", nos dijo con una sonrisa. "Las fotografías se consideran extras".

Mientras Francis hacía algunas gestiones en la oficina del director de la reserva, salimos del minibús y seguimos al masai hasta un gran recinto circular vallado con ramas de acacia espinosa. A lo largo del perímetro se levantaban pequeñas cabañas de barro amasado con excrementos; en el centro, varias reses y algunos niños desnudos deambulaban juntos. Un grupo de mujeres nos hizo señas para que nos acercásemos a admirar sus calabazas decoradas con cuentas de colores. Una de ellas, una joven madre muy bien parecida que llevaba a su bebé colgado a la espalda, me enseñó una moneda de cuarto de dólar que alguien le había regalado. Consentí en cambiársela por chelines y, como muestra de agradecimiento, me invitó a visitar su choza. El interior de la construcción, que no superaba los dos metros de altura, era oscuro e incómodo. La mujer me dijo que allí era donde su familia cocinaba, dormía y guardaba los becerros recién nacidos. El humo era cegador, y no había transcurrido ni un minuto cuando tuve que salir al exterior, luchando contra mi deseo de espantar las moscas que formaban dos círculos negros alrededor de los inflamados ojos del bebé.

Cuando regresamos al minibús, Francis ya estaba esperándonos. Condujo a través de la puerta de entrada y seguimos carretera arriba hasta una pequeña colina árida. Desde allí, al fondo del otro lado de la cima contemplé el paisaje más maravilloso que jamás había visto. Podía haberme quedado eternamente en ese lugar de extensas planicies que se ondulaban hasta formar suaves colinas de color pardo, tan elásticas como la espalda de un león, surcadas por largos retazos de bosque y moteadas de acacias. A nuestra izquierda, ridículamente simétricas en su rayada apariencia, un gran rebaño de cebras pastaba hierba color trigo; a la derecha, un tropel de gacelas huía saltando hacia el bosque. Y hacia el centro, miles de ñus con expresión triste y una joroba que parecía demasiado pesada como para soportar sus delgadas piernas. Francis comenzó a avanzar lentamente a través de la manada, los animales se apartaban a nuestro paso para luego volverse a unir tras nuestra estela como si fueran un banco de peces; el sonido de sus pezuñas al golpear la tierra era similar al que producen las olas cuando chocan contra la costa. (...)

Acampamos en la orilla de un serpenteante arroyo marrón, bajo una enorme higuera repleta de estorninos azules. La tarde comenzaba a caer, pero después de levantar nuestras tiendas y recoger madera para el fuego, aún tuvimos tiempo para conducir hasta una charca cercana donde antílopes y gacelas se reunían para beber. Cuando regresamos, el fuego ardía y nos sentamos para degustar el estofado de Rafael. (...)

Amanece. Al este, el cielo se ilumina por encima de una oscura arboleda, primero con un color azul profundo que poco después se torna anaranjado y más tarde se convierte en un amarillo suave. Las nubes iban perdiendo lentamente su tinte púrpura, desvaneciéndose mientras dejaban atrás una solitaria estrella. Cuando abandonamos el campamento vemos una manada de jirafas, sus larguísimos cuellos se balancean al unísono, antes de la salida de un sol rojo parecen negras, extrañas siluetas contra un cielo ancestral. Y así fue pasando el día. Como si lo estuviera viendo todo a través de los ojos de un niño, el mundo era un libro ilustrado en tres dimensiones, una fábula, un cuadro de Rousseau. Una manada de leones bostezando sobre la hierba. Búfalos en las ciénagas, con sus cuernos como pelucas baratas; grandes pájaros picotean sus lomos cubiertos de barro. Hipopótamos en los lechos menos profundos de los ríos, sus ojos y sus narices rosadas parecen canicas que flotan sobre la superficie del agua. Elefantes que se abanican con sus orejas grandes como plantas.

Una manada de hienas

Y sobre todo la quietud, un silencio a juego con los elementos. Al atardecer, no muy lejos de nuestro campamento, nos encontramos una manada de hienas que se alimentaban con los restos de una bestia salvaje. En la luz amarillenta del ocaso parecían perros del averno, sus ojos como ascuas, las mandíbulas chorreando sangre. Junto a ellas, una fila de buitres esperaba con mirada implacable e impaciente, saltando como jorobados cada vez que una de las hienas se acercaba demasiado. La escena era salvaje, permanecimos allí durante un buen rato viendo cómo la vida se alimentaba a sí misma, el silencio imperante sólo se rompía por un crujir de huesos, las ráfagas de viento o el pesado batir de las alas de los buitres tratando de elevarse hasta alcanzar una corriente de aire. Finalmente, cuando conseguían ascender, sus enormes y elegantes alas permanecían tan inmóviles como el resto de su cuerpo. Entonces pensé que así debió de ser el primer día de la Creación. La misma calma, el mismo chasquido de huesos. Allí, al atardecer, sobre aquella colina, imaginé al primer hombre dando un paso adelante, su áspera piel al desnudo, su torpe mano sujeta con fuerza un trozo de pedernal, no existe una palabra para el miedo, la esperanza, el temor reverencial al cielo, el atisbo de su propia muerte. Si sólo pudiésemos recordar ese primer paso común, la primera palabra -esos tiempos anteriores a Babel.

La leyenda masai

Esa misma noche, después de cenar, hablamos largo y tendido con nuestros vigilantes masai. Wilson nos contó que ambos, él y su amigo, habían ascendido a la categoría de moran, jóvenes guerreros solteros, el eje de la leyenda masai. Ambos habían dado muerte a un león para probar su hombría y habían participado en numerosas incursiones para apropiarse de ganado. Pero en la actualidad no había guerras, e incluso el cuatrerismo era cada vez más complicado -el año anterior, otro de sus amigos había muerto por los disparos de un ranchero kikuyu-. Finalmente, Wilson había decidido que ser un moran era una pérdida de tiempo. Se trasladó a Nairobi para buscar trabajo, pero como apenas tenía estudios, acabó de guardia de seguridad en un banco. El aburrimiento lo volvía loco y optó por regresar al valle, casarse y atender su ganado. No hacía mucho tiempo, un león había matado a una de sus reses, y aunque ahora estaba prohibido, él y otros cuatro masai persiguieron y cazaron al león dentro de la reserva.

"¿Cómo acabasteis con él?", pregunté.

"Una vez que lo tuvimos rodeado utilizamos nuestras lanzas", dijo Wilson. "Entonces el león se abalanzó sobre uno de nosotros. El elegido se protegió con su escudo mientras que los restantes finalizábamos el trabajo".

"Parece peligroso", dije de forma un tanto estúpida.

Wilson no parecía pensar lo mismo. "Por lo general sólo se sufren rasguños. Aunque algunas veces no vuelven más que cuatro".

No parecía que nuestro amigo estuviera presumiendo -era como si un mecánico estuviera explicándonos una reparación difícil-. Quizá fuera la despreocupación mostrada por Wilson la que hizo que Auma le preguntara adónde creía que iban los masai cuando morían. Wilson pareció no entender la pregunta, pero finalmente sonrió y comenzó a mover la cabeza.

"La vida tras la muerte, eso no forma parte de las creencias masai", dijo casi riendo. "Cuando mueres, se acabó. Vuelves a la tierra. Eso es todo".

Todo sobre Kenia en EL VIAJERO

» Los sueños de mi padre, de Barack Obama. Traducción: Fernando Miranda. Editorial Almed, 2008.

Guía

Datos básicos- Prefijo telefónico: 00 254.- Moneda: chelín keniano (KES). Un euro equivale a unos 100 KES.- Cuándo viajar: las estaciones secas van de diciembre a marzo y de junio a noviembre; al comienzo de esta última se produce la gran migración de herbívoros desde las llanuras del Serengeti hacia Masai Mara.Cómo ir- Air France (902 20 70 90; www.airfrance.es), KLM (902 22 27 47; www.klm.es) y British Airways (902 111 333; www.ba.com) vuelan a Nairobi con una escala. Ida y vuelta en agosto cuesta desde unos 1.000 euros.- Viajes organizados: mayoristas como Catai, Nobel Tours, Ambassador, Iberojet y Mundicolor, entre otros, organizan viajes a Kenia. Un programa de nueve días en agosto cuesta unos 2.800 euros.Información- www.consuladodekenya.es.- www.magicalkenya.com.- www.kenyalogy.com.- www.masai-mara.com.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_