De coces y mordiscos
"No me preocupa que los hombres no me conozcan, me preocupa no conocer a los hombres", dijo Confucio. En nuestros días, esta máxima está en desuso. Nos importa más que los demás nos conozcan que conocer a los demás, quizás porque presuponemos que los demás, siendo como nosotros mismos, también pretenden parecer lo que no son. Y lo más curioso del caso es que, tratando de distinguirnos los unos de los otros, utilizamos los mismos disfraces, los mismos subterfugios y decimos las mismas cosas. Se nos ve el plumero cuando no el sacrosanto sacro por encima del vaquero. En este campeonato europeo todo va bien, aunque Europa vaya mal y nosotros, rapsodas de la pelota, nos mordamos la cola. Ya no podemos emular a aquellos cronistas de antaño que ganaban por la mano a Suetonio, Plutarco o Bernal Díaz del Castillo, dando cuenta al día siguiente de lo que tan ilustres ancestros tardaban años en redactar. Ya no hay tiempo para mitificar el paso de las Termópilas sin morir asaetados por los atrapa moscas del instante, lenguaraces vocingleros que anticipan las jugadas, incluso aquellas que nunca se llegan a culminar, dando al traste con eso que Rilke decía de que el acontecer lleva la delantera sobre el opinar. Ahora el opinar es acontecer. La palabra es la patada y los comentaristas somos cazadores de recompensas que disparamos por la espalda con rifles de repetición. No siempre acertamos, pero siempre matamos. Al menos, evitamos que la imagen hable por sí misma. Y que nadie piense por su cuenta. ¿Acaso hemos visto todos el mismo partido? ¿O, por no desentonar, cantamos a coro la misma canción? Si yo recapacitara, diría que la selección española jugó como me temía. Pero me callo. Diría más, jugó como Italia quería y nos salvó el que Italia no podía. Pero no lo diré. Lo que no es óbice para afirmar que Casillas fue, una vez más, providencial. Dato que delata lo que callo y no digo. Que otros saquen conclusiones, yo prefiero remontarme a los tiempos en los que, en determinados campos de provincias, el extremo de turno tenía que apartar al público para sacar un córner. Recuerdo una anécdota durante un partido amistoso en no sé dónde. Creo que el jugador se llamaba Miguel. Jugaba en el Atlético de Madrid de los años cincuenta y tantos. Pues bien, el llamado Miguel se disponía a realizar un saque de esquina cuando, al retroceder para tomar carrerilla, desapareció entre el público. Lo esperaron en vano y otro tuvo que hacer el saque en su lugar. El juego prosiguió sin él y el misterio no se resolvió hasta finalizado el partido. A Miguel le había mordido un perro y se había ido por las gradas persiguiendo al animal. Hoy en día ningún jugador podría hacer nada parecido sin acabar despedazado. No por mordeduras de perro sino por dentelladas de caníbales. El fútbol ha cambiado más de lo que creemos. Ya no hay pájaros de antaño en los nidos de hogaño, ni gaviotas que eyecten guano en el ojo del delantero justo en el momento de lanzar el penalti. Tampoco diré lo que tendría que decir y no digo. Sólo diré que la hierba que se riega con tanta contumacia en el centro de campo no suele dar fruto en el área contraria. Y ahora contaré otra cosa. Érase una vez un guardameta francés famoso por su apostura y el color de su jersey. Así como su impecable colocación, sobriedad y elegancia entre los cuatro palos. Sólo tenía un defecto: le olían los pies. En los postres de una cena con jugadores del Real Madrid se cruzaron apuestas para dilucidar cual de los dos equipos tenía en sus filas al más guarro. Los comensales no lo dudaron. El candidato del Madrid fue el defensa Hon y el Atlético designó, cómo no, a Marcel Domingo. Se trataba de un duelo del lejano Oeste extrapolado a la cotidiana picaresca de una nada lejana postguerra española. A reseñar que, respetando la más estricta ortodoxia del western, los dos contrincantes eran forasteros. La cuestión era saber quién desenfundaba primero. Lo hizo Domingo. Se quitó un zapato. Y propuso al otro que lo llenara de champán y bebiera en él. Hon aceptó. Y, antes de que la espuma sobrepasara la horma, haciendo de tripas corazón, brindó, bebió y ganó, salvaguardando así el prestigio de su Club. Los zapatos siempre acaban cobrando protagonismo y no sólo en los accidentes de carretera. Uno encuentra en la calle, con insidiosa frecuencia, un zapato solitario y se pregunta en qué circunstancias lo han perdido. O abandonado. Dejar o perder un zapato, nos sugiere un drama, cuando no una tragedia. Sólo en la cama, en la bañera o en la playa, o en la morgue con el dedo etiquetado, estamos descalzos. Pero, ¿cuándo de un solo pie? Cuando alguien nos persigue y perdemos el zapato en la carrera, cuando alguien nos alcanza y nos viola y ya no nos importa volver a la pata coja o cuando dejamos en la acera el zapato que nos roza. Pero nadie cambia de zapatos, de dos en dos, para probar calzadores en el fragor del baile como hace, en plena competición europea, nuestro seleccionador nacional (no en vano apodado zapatones). Es precisamente de esto de lo que no quería hablar, y no voy a hacerlo. Otro día hablaré de Jenofonte y su memorable arenga a los soldados, donde se demuestra hasta qué punto es aconsejable conocer a los hombres sin que los hombres te conozcan a ti.
Si yo recapacitara, diría que la selección española jugó contra Italia como me temía. Pero me callo
Martín Girard es el seudónimo que el cineasta y escritor Gonzalo Suárez utilizaba en sus tiempos de cronista deportivo.
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