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Columna
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¿De qué color somos?

La imagen de una ciudad no son sólo sus formas, el perfil de sus edificios, la trama de sus calles, la eslora de sus playas o la estatura de sus montañas, sino su color. El de la ropa de los transeúntes que enjambran las aceras, el de los coches en los atascos, el de las pieles de los inmigrantes o el de las chapas con el nombre de las calles. No nos damos cuenta de lo habituados que estamos a la coloración de nuestra ciudad hasta que salimos de ella para encontrarnos con otra paleta de pigmentos urbanos. En Toronto el marco de los semáforos es amarillo, en Tánger los taxis son beis y en Filadelfia existe un McDonalds azul.

Uno de los aspectos que más chocan a los suramericanos cuando aterrizan en Barajas es la oscuridad de las vestimentas de los madrileños, especialmente en invierno. Allí, en Guayaquil o en Cuzco, es normal llevar un abrigo naranja o un chubasquero verde. La ciudad la coloreamos los habitantes pero también el Ayuntamiento, que decide la tonalidad de las farolas, de los bolardos de las calles peatonales, de los bancos de los parques. La alianza que establecemos entre los objetos y los colores es inconsciente pero en seguida se torna íntima y difícil de disociar. Ya en la escuela aprendemos las formas ligadas a las tonalidades y viceversa, porque el cuerpo y la luz se pertenecen. Incluso las personas son colores. Es fácil pensar en cualquier conocido y encontrar tres tonalidades que lo definen.

Una de las cosas que más chocan a los suramericanos es la oscuridad de nuestras vestimentas
Es fácil pensar en cualquier conocido y encontrar tres tonalidades que lo definen

La EMT acaba de anunciar que a partir de 2015 ya no habrá autobuses rojos en Madrid. El Consistorio seguirá poco a poco incorporando a su flota vehículos alimentados por biocombustible pintados de azul al tiempo que retira los viejos. El color cielo será el sinónimo del avance ecológico mientras que el colorado quedará como el recordatorio de una incandescencia contaminante. Hoy circulan 2.035 autobuses municipales por la capital, el 80% son rojos; los azules, de momento, se desplazan solitarios y silenciosos como glóbulos oxigenados en un cuerpo febril.

Ya vivimos la extinción de los taxis negros con banda roja. Hoy sólo perviven en viejas películas, siguen circulando por el celuloide y por el recuerdo mientras los Skoda y los Seat blancos con franja encarnada se han hecho con el asfalto. Aquella transición fue paulatina y poco traumática, al fin y al cabo uno no se consagra devotamente a los colores de un tequi. Pero, en cambio, sí fue duro para muchos seguidores del Estudiantes ver cómo hace unos años y por motivos de patrocinio, su equipo de baloncesto dejó súbitamente de vestir de azul para hacerlo de rojo (al contrario que los autobuses). Me imagino a aquellos dementes observando sus bufandas color ecológico dobladas en el cajón, inútiles y queridas, abandonadas para siempre con la tristeza y la rabia con la que un superhéroe jubilado se despide de su capa.

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Londres también ha perdido la mayoría de sus míticas cabinas rojas. El Ayuntamiento asegura que con la proliferación de los teléfonos móviles ya no resultaban rentables. Además, las puertas eran demasiado pesadas para los niños y los viejos, aparte de no contar con un buen sistema de ventilación por lo que se hacía excesivamente tórrida cualquier conversación aunque fuese con la suegra. Las que se conservan permanecen como símbolos turísticos, igual que en España la silueta del toro de Osborne. Aunque ahora la gran figura imperante en los campos manchegos es el molino de energía eólica, pintado de azul vahído con la intención de fundirlo con el cielo de invierno.

Un anuncio de la tele propone rediseñar la ciudad, nos invita a imaginar una metrópoli donde las formas no se correspondan con lo establecido, a abolir los tópicos estilísticos, los convencionalismos estructurales. Sería también un reto interesante reformular los colores de nuestro entorno, fantasear con rascacielos naranja, con ambulancias moradas, con Starbucks plateados... Ser las gozosas víctimas de un daltonismo generalizado, que por un día la impresión de las tonalidades en nuestras retinas estuviese desajustada como en una mala impresión de cuatricomía. Habernos levantado esta mañana para comprobar que el cielo es fucsia o el Manzanares es blanco, que los colores no se corresponden con la realidad salvo una excepción: la selección española, efectivamente, era la que el domingo vestía de rojo.

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