El público
Las ciudades tienen alma. También carácter. Conforman su movimiento, su color, su olor. Pero además escuchan, hablan, toman partido. Ésa es una facultad que reside en el público. El de Madrid es único. Porque no se trata de un ser condescendiente con cualquier cosa. Porque no actúa de manera uniforme en cualquier sitio. Cambia, evoluciona, aprende y enseña. Es necesario observarle y escucharle en diferentes foros para que luego pueda uno hacerse idea más o menos acertada de cómo respira, de qué piensa la ciudad.
No es lo mismo el público de Las Ventas que el del teatro Español o el María Guerrero. No tiene nada que ver el río que año tras año hace más caudaloso el recinto del Retiro en la Feria del Libro con quienes van al Santiago Bernabéu, o éstos con los que acuden al Vicente Calderón. Ni por asomo se parecen quienes guardan colas en los museos de la milla de oro con todos aquellos que te podías encontrar en las corralas de Lavapiés disfrutando de una zarzuela. Ni aquellos tampoco con los que entran en el Teatro Real, en el Auditorio... O sí. Son diferentes pero iguales. Sin duda en todos ellos encontramos la voz de una ciudad que no está dormida, que vive y sale a la calle. Que dialoga consigo misma.
Un estadio abarrotado suele aterrar a aquellos que miran por encima del hombro a la plebe
Muchos sobraos tienden a confundir el público con la masa, creen que puede ser despreciado, manipulado, ninguneado. Pobres imbéciles. La presunción acaba con la inteligencia. Para juzgar hay que ver. Y Madrid es una de esas ciudades en las que el público es un aliciente, un espectáculo en sí mismo. Una barrera que actúa como revulsivo y coloca los listones en alturas a las que no puede ascender cualquiera. Que da aroma, que define un lugar.
En Las Ventas, cualquiera respira el aire opaco de la tragedia. Es algo muy serio, casi reverencial. Cuando uno va a la plaza para disfrutar de las figuras observa al siete y aprende del resto de los tendidos. Es una universidad que no pasa una. Conserva un canon, una esencia crucial para hacer sobrevivir la calidad de una fiesta acechada por ventajistas y reventas del gato por liebre.
Lo mismo ocurre en la música y el teatro. La ópera en Madrid tampoco es plaza fácil. Conoce el perfume de la excelencia, de la exquisitez. Cada ciudad tiene su memoria y sus leyendas. Los teatros esconden todos los ecos. Eso aporta manías e insatisfacciones que no son fáciles de colmar. Madrid ha sido testigo de un buen pedazo de gloria. Ha adorado a Kraus, a Victoria de los Ángeles, a la gran Berganza, quiere al mejor Plácido, todos ellos perviven y no resisten cualquier comparación. Aunque estoy seguro de que en el futuro también serán añorados en el pedestal otros que hoy triunfan, como Juan Diego Flórez, Cecilia Bartoli, Violeta Urmana o Angela Donoke.
Lo mismo pasa en el fútbol. Un estadio abarrotado suele aterrar a aquellos que miran por encima del hombro a la plebe. Los hay que se empeñan en no querer mezclarse con el pueblo pero después presumen de conocerle a fondo para poder juzgarle. Yo creo que no tienen derecho a hablar de Madrid quienes no han pasado una tarde en el Bernabéu o en el Calderón. Sencillamente, no conocen el lenguaje de la ciudad.
Allí laten dos almas completamente diferentes. La del madridismo, con sus aires de grandeza y desprecio sonriente hacia el contrario, cuenta con una sana predisposición al disfrute. Todo lo que no huela a triunfo les estorba. Creen que sobre el sacrosanto césped de su Bernabéu nadie osará renunciar al buen fútbol. Por eso los entrenadores tácticos los frustran. Quienes hemos mamado ese deporte en campos humildes les miramos con desconfianza justificada, como es mi caso. O con ínfulas de nuevo rico, deseando formar parte de su clan, como ocurre con otros. Allá cada cual.
El alma de los atléticos es completamente distinta. Sabe a eterna frustración, a fatalismo. Acuden con una ansiedad inocente que poco a poco va transformándose en histerismo salvaje. Viven con una sombra inconsciente que produce algo parecido a un orgasmo cuando se transforma en victoria. En el Bernabéu no hay orgasmo. Ganar es lo normal. Por tanto, lo disfrutan mucho menos. La derrota, sencillamente, no la entienden. Cuando se da, creen que están en otro campo.
Todos ellos guardan en esa búsqueda de emociones y encuentros al aire, el genoma de una ciudad que busca y aprende, que imparte clase, que siente y padece, que ríe, llora, grita y sabe admirar en silencio el misterio del arte.
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