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Columna
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La última trinchera

Pupitres más o menos alineados, pizarra garabateada, jaula de grillos. Es el escenario donde se libra la última batalla. Las cosas nunca han pintado bien para las huestes derrotadas. Me refiero a ese ejército de chavales con piercing en la ceja, gorra de béisbol y siete suspensos. La primera vez que entré en un aula para dar clase aún no había cumplido veintidós años. Ya se imaginan: poca experiencia, ideas nobles, corazón tierno. Muchos números de la rifa para acabar mal. Fue además en un territorio especialmente difícil: la Ría de Arousa, el núcleo más duro del narcotráfico en los años ochenta. Adolescentes airados, criados sin padre o con padre en el mar, que viene a ser lo mismo, manejando bastante más plata de la que entraba en casa legalmente. Tipos duros que escribían amor con h. Pura Galicia caníbal.

El primer día, como gesto de bienvenida, cerraron el aula por dentro y bajaron las persianas. Eran 23. Ahí me las tuve que ver. La situación no ofrecía muchas opciones. Descartada por vergüenza torera la reacción histérica, solo quedaba aguantar el tipo sin descomponer demasiado la figura. Fueron dos minutos de chulería bronca, pero se me hicieron eternos. Finalmente, empezaron a producirse las primeras deserciones. Por piedad o por aburrimiento, uno encendió la luz y yo aproveché la circunstancia para contarles la historia de Thomas Edison, un chico de Ohio que se quedó sordo a los 10 años cuando un empleado del ferrocarril casi le arranca las orejas de cuajo por intentar subir a un tren en marcha sin pagar billete. Lo echaron de la escuela por mal estudiante. Pero patentó más de veinte inventos, entre ellos la bombilla incandescente. Cuando murió, la ciudad de Nueva York le rindió homenaje apagando completamente sus luces durante un minuto. La historia no debió de disgustarles, o quizá les hizo gracia la asociación de un apagón con otro, el caso es que a partir de ahí nos embarcamos juntos en una aventura que no siempre resultó fácil. Al fin y al cabo el profesor no es más que un mero observador de la ONU sin cobertura de los cascos azules, ni del ministerio de Educación, ni de la Asociación de Padres, ni de María Santísima. Solo ante el peligro, como Gary Cooper, y muchas veces víctima del síndrome de Estocolmo si cae -como caemos todos- en la tentación de tomar partido por unos chavales que llevan todas las de perder. ¿Y a ver quién no?

Juan Carlos Mascato Domínguez, Luis Álvarez Montoto, Miguel D'Ocampo Bouzas... buenos chicos, muchachos de barrio, contrabandistas en noches sueltas con señales de luz entre las bateas de mejillones, descargando primero paquetes de Winston y después de lo que fuera. Perdedores natos. La generación de la droga.

Eran otros tiempos. Ahora ya no nos jugamos el tipo. Llegamos al aula arrastrando demasiadas batallas perdidas, cansados, escépticos. Pero seguimos en la trinchera. No sé por cuánto tiempo. Quizá no mucho. Este trabajo desgasta demasiado y encima hay que aguantar tomaduras de pelo como la Educación para la Ciudadanía en inglés. Dan ganas de tirar la toalla. Pero entonces llega el último día de curso y una mira a los ojos a esos chavales, los del piercing en la ceja y siete suspensos, y se acuerda de Michael Caine en Las normas de la casa de la sidra, por eso sonríe con tristeza antes de despedirse: Buena suerte, príncipes de Maine, Reyes de Nueva Inglaterra...

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