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Columna
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Los chicles de Barcelona

Me temo que el centro histórico de Barcelona y sus recintos monumentales acabarán reconociéndose internacionalmente como un barrio cuya particularidad más sobresaliente es la ornamentación de sus pavimentos con los residuos de chicles, un patrimonio del turista rumiante, una deixalleria universal de la goma de mascar. Paseen Rambla avall, penetren en la zona comercial peatonalizada, asómense al Raval y al Barri Gòtic y extasíense en los aledaños del Portal de l'Àngel. Observen atentamente los diversos pavimentos y comprueben que lo único que les atribuye identidad es la sucesión de manchas negras, espesas, protuberantes, pastosas, repugnantes y eternamente adheridas a la piedra, al panot, al asfalto o al hormigón. Cuesta adivinar su procedencia hasta que casualmente alguna resquebraja su solidez y descubre la masa de un ex chicle, presionada, embrutecida y fosilizada. Son unas manchas tan uniformemente repartidas en estricta composición homogénea y de implantación tan duradera que el público parece aceptarlas como un testimonio de la memoria histórica o quizá como un programa de reciclaje para una inaudita ciudad sostenible. La última vez que alguien protestó en términos de higiene ciudadana fue en los años ochenta. El Ayuntamiento respondió con la compra de una máquina alemana muy avanzada: el tradicional sistema de manguera, escoba y capazo se demostraba incapaz. Recuerdo que se hizo una prueba en la zona de Canaletas. Resultados escasos y abandono municipal hasta nuevo aviso. Asunto archivado. Y así, hasta hoy.

Una sucesión de manchas negras, espesas, pastosas y repugnantes ensucia los pavimentos

Estos últimos años están apareciendo bastantes textos académicos y periodísticos que critican duramente la evolución reciente de Barcelona en términos urbanísticos y sociales. Son de agradecer porque, sin duda, señalan problemas reales que hay que denunciar y para los cuales también habría que ofrecer soluciones. Pero me temo que la mayoría de esos problemas no corresponden al ámbito estricto de lo que erróneamente llaman "modelo Barcelona". El modelo al que hay que referirse es el de ciudad europea de un determinado tamaño, tendente a la terciarización, con turismo creciente low-cost, dentro de un sistema abusivamente capitalista y, a la larga, especulativo. Quiero decir que los grandes problemas que esos escritos delatan se presentan en mayor o menor grado en casi todas las ciudades europeas, sobre todo las que no disfrutan de los beneficios económicos y sociales de la capitalidad. Abarcan desde el coste de la vivienda hasta los bucles de pobreza, desde la suburbialización metropolitana hasta el urbanismo temático y escenográfico, desde las infraestructuras hasta la seguridad, desde la calidad administrativa hasta los criterios políticos, desde la organización comercial hasta la refundación industrial, desde la cultura hasta la enseñanza, desde la expansión hasta el gueto.

Pero es cierto que hay que añadir un sumando que casi sólo aparece en Barcelona como un signo de distinción muy negativa. Parece un asunto sólo pintoresco y escenográfico, pero acaba siendo altamente significativo: ésta es una ciudad bastante más sucia, más desaliñada en sus espacios colectivos, menos educada, con un tono de urbanidad más bajo que la mayor parte de ciudades con las que podemos parangonarnos. He aquí la diferencia. Ninguna de ellas luce pavimentos de chicle, ni respeta tanto el abuso de ignominiosos grafitos, ni aguanta la horterada de tantas y tan alborotadas despedidas de soltera y otros maleficios turísticos y deportivos, ni descuida con tanta frecuencia el mantenimiento de los jardines y las fuentes, ni enmascara sus fachadas con servicios aéreos en permanente provisionalidad sin orden ni concierto y sin eficiencia técnica, ni deja sin refugio a tanta pobreza nómada acampada bajo porches y puentes. Los críticos solventes pueden considerar que estas referencias son nimiedades comparadas con los grandes temas y que, incluso, la búsqueda de soluciones puede favorecer la tendencia hacia el vacuo parque temático tan criticado. Pero esas nimiedades tienen su trascendencia si recordamos que Barcelona fue una de las primeras ciudades que impusieron la prioridad del espacio público -precisamente como una apelación política- en la reconfiguración urbana, como expresión de una identidad social. Dijimos que la ciudad es su espacio público, entendido como un marco para el desarrollo colectivo, el cual, sin duda, depende de la política y de la participación ciudadana, ajustado, no obstante, a una realidad física y a su carga representativa.

El Ayuntamiento mantiene con acierto un eficaz servicio de control del paisaje urbano que, con un inteligente sistema de subvenciones privadas, ha logrado la restauración de muchas fachadas y de muchos ámbitos colectivos. Podría adjudicársele, aún, más responsabilidades sobre el espacio público, ya que los servicios sectoriales -los funcionarios encasillados en ellos- no las alcanzan, sometidos a hábitos menos flexibles. Sería un buen camino. Porque queremos discutir los grandes programas de futuro en términos políticos, pero, en la espera, no queremos ser la capital de los chicles, ni el campo abierto a los grafitos, a los indecorosos cables mal suspendidos, a las basuras mal controladas o a las inmundicias invasoras. No queremos empeorar los problemas casi universales que compartimos con las ciudades europeas del mismo rango. Podríamos ser mejores, pero, de momento, exigimos ser iguales.

¿Se puede rehabilitar la vieja y abandonada máquina que se disponía a arrancar del pavimento los fósiles de chicle? Sería un buen principio que podría continuar con un control más exhaustivo de los grafitos asquerosos, de los cables desvencijados con que nos adornan las compañías de electricidad, de gas y de telefonía, de la explosión de basura callejera, del buen vivir de nuestros parques y nuestros modestos monumentos.

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