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Columna
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Entre Irlanda y la pared

Ayer se celebraba en Congreso de los Diputados la conferencia anual monográfica sobre "Los intereses estratégicos de España en política exterior" para analizar los desafíos y retos ante el nuevo curso político. Pero donde nos la jugamos de verdad, junto con los demás socios de la UE, es en el referéndum de Irlanda, convocado pasado mañana, jueves, para que los electores se pronuncien sobre la aprobación o el rechazo al Tratado de Lisboa. De manera que ese millón de votantes irlandeses, que se espera acudan a las urnas, va a disponer a su antojo del destino de los casi 500 millones que suma la población de los 27 países miembros de la UE. El Tratado de Lisboa es, como se sabe, la versión adaptada del anterior firmado en Roma por el que se establecía una Constitución para Europa, sobre el que hubimos de volver después de los referenda negativos de franceses y holandeses.

Un millón de irlandeses va a decidir el destino de los 500 millones que suman los 27 países de la UE

Los datos demuestran de manera incontrovertible que Irlanda ha obtenido los mayores beneficios desde su adhesión a la UE hace 35 años, seguida muy de cerca por España. Ha recibido una aportación neta de 40.000 millones de euros de Bruselas. Durante los últimos 15 años los fondos de procedencia comunitaria han supuesto en cada ejercicio anual más del 9% del PIB irlandés. Un maná administrado con rigor, en contraste con el descuido y el despilfarro de Italia, Grecia o Portugal, que ha transformado el país y ha hecho del Tigre Celta una historia de éxito fulgurante. Como recuerda en su editorial el diario Financial Times el triunfo del "no" confirmaría la demostración clásica de la peligrosidad de los referendos para decidir cuestiones constitucionales complejas. Los votantes que se muestran decididos por el "no" dicen que lo harán porque no entienden el Tratado o porque quieren dejar constancia de su protesta contra el establishment político que se ha declarado por el "sí". Una vez más resulta muy distinta la cuestión que se plantea a los electores de aquella a la que ellos deciden responder.

El Tratado de Lisboa, pese a sus 346 páginas de muy difícil lectura, carece de las innovaciones que supuso la unión monetaria acordada en el de Maastricht o la ampliación acordada en el de Niza, el cual hace siete años, en 2001, recibió un primer "no" en otro referéndum irlandés donde la participación registrada fue del 34% del censo. Entonces hubo que entrar en boxes para añadir al texto algunos retoques cosméticos destinados a lograr varios meses después con fórceps un "sí" al segundo intento. La diferencia es que ahora por parte alguna aparece un "plan B" para el caso de que se produjera la temida negativa de Dublín. Enseguida interesa dar también cuenta de quiénes han tomado la causa del "no" en la campaña del actual referéndum. Queda claro que en el frente de rechazo se han unido la extrema izquierda, por temor a los excesos del liberalismo de mercado, y la extrema derecha, coloreada por la Iglesia católica, por su empeño en detener la legalización del aborto y de la eutanasia, desastres cósmicos a los que piensan Irlanda se vería forzada si el Tratado de Lisboa, que es ajeno por completo a estas cuestiones, cobrara vigencia. A esta amalgama extremista se suman los que sostienen otras acusaciones falsas como que la Unión Europea amenaza la neutralidad de Irlanda, los impuestos bajos o el derecho de huelga. Imputaciones muy fáciles de lanzar en versión simplista pero mucho más difíciles de refutar de manera razonada.

Pero el vértigo que nos produce en esta cuenta atrás cómo hayan de pronunciarse los irlandeses sobre el Tratado de Lisboa mientras los partidarios del "no" siguen creciendo, debe ser compatible con nuestra lucidez de observadores para advertir que los irlandeses muestran un alineamiento sin fisuras en otras cuestiones de mayor perversidad. Por ejemplo, en los brotes xenófobos y en la multiplicación de los ataques racistas. A este respecto, Irlanda puede equipararse sin desdoro a la situación que registra la Italia de Berlusconi o la Francia de Sarkozy, donde también se culpa a los inmigrantes del deterioro de los servicios públicos, del aumento de la delincuencia o de la suciedad en las calles. Sociólogos reputados reconocen el aumento de las agresiones xenófobas pero subrayan la inexistencia de restricciones para la entrada en Irlanda de rumanos y polacos. Claro que esos ciudadanos, como originarios de países que ya son miembros de la UE, deberán verse libres de semejantes barreras, de pronta abolición obligatoria allí donde todavía les sean de aplicación.

Estamos pues entre Irlanda y la pared. De un lado, el jueves los irlandeses pueden devolvernos a la casilla de salida y privarnos de ese mínimo de reforma institucional que requiere la gobernabilidad de la UE a 27, sin atender a que el Tratado ya ha sido ratificado en los Parlamentos de 15 países y sigue los trámites debidos en otros 11. Del otro, la pared porque cunde el contagio del populismo berlusconiano y sarkoziano, sin que Zapatero sea consciente de la grave responsabilidad que le incumbe habida cuenta de que es la única referencia de la izquierda y de que su consentimiento sería instrumentalizado como homologación.

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