Sin pelos ni señales
Advertencia: estos anecdóticos retazos son tan sólo una muestra de cierta mentalidad pasada. La mayor parte de los personajes aludidos ya no están en este mundo, razón de más para omitir pelos y señales.
Eran tiempos en que un gran club de Primera pagaba a cada jugador una prima de diez mil pesetas por ganar o de cinco mil por empatar en partidos decisivos. Eso dará idea de a qué tiempos me refiero. Tiempos inmemoriales de los que, no obstante, me acuerdo. Por aquel entonces, los futbolistas no debían tener relaciones sexuales más de dos veces por semana. Prescripción imposible de verificar incluso durante las concentraciones. Algunos se escapaban o recibían prostitutas en el hotel donde el entrenador los tenía confinados. Recuerdo a un delantero centro que prefería practicar el voyeurismo y, con tal fin, pidió a su compañero de habitación que lo encerrara en el balcón para espiar desde fuera lo que él hacía dentro. El compañero, compinchado con otros jugadores, se fue de juerga y lo dejó encerrado en el balcón. Nuestro hombre estaba en pijama y el relente de la noche pronto se dejó sentir en sus huesos. Había intentado en vano forzar el pestillo interior y no se resignaba a ver amanecer, así que (emulando a Cary Grant en Charada) optó por pasar de un balcón a otro, arriesgando su vida e interrumpiendo el sueño de un matrimonio que, al otro lado del cristal de la ventana, reconoció con indescriptible estupor el rostro lívido a la luz de la luna del famoso delantero. Sospecho que el lector sospecha que, dados mis antecedentes literarios y cinematográficos, podría haber inventado o aderezado la anécdota. Pues no. La sé de buena tinta. Esa y otras historias de la trastienda del fútbol de antaño. Algunas tan indescriptibles que serían difíciles de imaginar, y de contar. Y es que los efluvios etílicos, las pulsiones sexuales, la disciplina cuartelera y la fama balompédica tenían en ocasiones delirantes consecuencias, como en el caso de tres conocidos jugadores de un prestigioso equipo que, tras sus noches de borrachera, tomaron por costumbre ir a la puerta de una iglesia para escandalizar a las más madrugadoras beatas con actos del más procaz exhibicionismo: golpeaban un plato con sus penes como modalidad de pedir limosna hasta que el cura, alertado por sus horrorizadas feligresas, consiguió que los libertinos acabaran en la comisaría... firmando autógrafos a los policías. Estas y otras cosas, por supuesto, ahora ya no pasan. O sí. Pero no así. Como el caso de ese jugador italiano que, según el dictamen del club, había perdido la forma por culpa de su amante. Una mujer de extraordinaria belleza, por cierto. Se reunieron los directivos con el entrenador para tratar el asunto y llegaron a la conclusión de que, siendo la susodicha amante (siempre según ellos) una puta que le ponía los cuernos, bastaría tener pruebas y mostrárselas al jugador para que se separara de ella y recuperara forma y rendimiento. Pero ¿cómo hacerlo con discreción? Un distinguido directivo se ofreció enseguida para llevar a cabo personalmente la ignominia de acostarse con la mujer y aportar la fotografía. La historia tuvo un final relativamente feliz. El directivo no consiguió sus propósitos. El jugador no dejó a la mujer, pero el club prescindió de él. Eran otros tiempos, desde luego. O no tanto. Por ejemplo, ahora sería inconcebible que, en un país nórdico cuyo nombre no recuerdo, cierto guardameta de nuestra selección nacional sacara a bailar a una chica y, al deslizar casualmente su mano hasta la entrepierna y tropezar con atributos poco femeninos, sintiendo vulnerada su hombría, abofeteara públicamente a la joven en cuestión. Nuestra susceptibilidad masculina es menor. O tampoco. En el fútbol, como en la vida, las costumbres han cambiado, pero nuestros instintos no. Antaño, por un quítame allá esas pajas, el común de los mortales se jugaba el cielo, pero los futbolistas pecadores recibían castigo terrenal. Las lesiones de abductores, por ejemplo, delataban los excesos cometidos antes de los partidos. La cosa no deja de tener fundamento y puede que siga siendo así, pero no para todos. Hubo un jugador que liberaba las tensiones masturbándose antes de saltar al césped, y no le iba nada mal. Cuestión de temperamento. La fotografía de una famosa vedette sodomizando a otra se consideraba un trofeo de equipo y pasaba subrepticiamente de mano en mano. Y es que, en aquellos tiempos, las obsesiones sexuales obnubilaban al español medio, y a mí también. Ahora sigue obnubilándonos el fútbol y su entorno, pero se habla más de dinero que de sexo y nuestros jugadores ya no se ven constreñidos a pedir limosna a la puerta de las iglesias.
Hubo un jugador que liberaba las tensiones masturbándose antes de saltar al césped, y no le iba nada mal
Martín Girard es el seudónimo que el escritor y cineasta Gonzalo Suárez utilizaba en sus tiempos de cronista deportivo.
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