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Columna
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José Tomás

Jesús Ruiz Mantilla

En un país en el que lo negro se pinta de blanco y no hay nada que se resista a pasar por el Photoshop. Aquí, donde nos atosigan por el pitón derecho y por el izquierdo los trileros de la política y el espectáculo a través de la radio, la televisión o desde las tripas alucinógenas del mundo virtual, es difícil encontrar héroes que nos muestren el secreto de la autenticidad.

Pero existen. Es el caso de José Tomás, que el jueves pasado regresó a Las Ventas para sellar su figura de leyenda. Yo no estuve. Sólo lo puedo juzgar por las crónicas, las fotografías de escalofrío y un puñado de vídeos que dibujan en mi imaginación el latido de una tarde que todo Dios califica como histórica. Así que envidio a quienes pudieron verle durante décimas de segundo en brazos de la muerte, encajado entre los dos pitones al entrar en la suerte final. Retando al toro. Advirtiéndole a la cara: o tú o yo. Tuvieron la fortuna de presenciar una obra de arte total que se evapora en el momento de ser ejecutada, como un milagro...

Su recuerdo atravesará el tiempo y quedará con los pies juntos, en el sitio de los elegidos

Me pasma que en mitad de este cotidiano carrusel de vanidades, irrumpan criaturas como el torero madrileño. Él lo domina absolutamente todo anclado en la referencia de los héroes clásicos. Vive ajeno y a la contra de lo que se codicia en esta época mediática. Precisamente por eso ha logrado ascender a los cielos. Su negocio no es el picoteo de la fama, ni el chalaneo de los salones, sino encarar la verdad de la muerte a solas en cada faena. Y a quien quiera vivirlo en comunión junto a él sólo le queda acudir a acompañarle a los tendidos, sin televisiones ni nada que pueda ensuciar por medio el silencio supremo que requieren las hazañas. Deben ser conscientes de que participan en una especie de rito destinado sólo a algunos elegidos que después quedarán obligados a relatarlo primero a sus amigos, después a sus hijos, luego a sus nietos...

José Tomás sabe que así es como se construye lo mítico. Desde Ulises y Aquiles hasta él. Quienes andábamos comiéndonos las uñas fuera, esperábamos las noticias que nos llegaban desde los móviles de aquellos 24.000 privilegiados que callaban y levitaban en la plaza. Nos queda el consuelo y el anhelo de verle allá donde encontremos un hueco alejado de los 2.000 euros de las reventas.

También vivimos y nos refugiamos en el recuerdo de otras faenas. Cuando supimos que lo conquistado por él no es equiparable a nada. Algo único. Ese descaro indestructible que mantiene desde su etapa de novillero en Las Ventas hacia 1996, cuando sólo se arrimaba César Rincón para doblegar miuras y dos más. En aquel solar del toreo, Tomás vino para dar vida a la fiesta. Para encender pasiones y aficiones. Nos frotábamos los ojos cuando le observábamos torear siempre en el sitio, dejarse acariciar el cuerpo, los muslos y la cara entre la velocidad de una embestida sin apartarse de aquel lugar entre sacrílego y temerario donde sólo se colocaba él. Mantener ese diálogo íntimo con los animales, ajeno a comentarios y avisos de un público entre entregado y aterrado.

Nos asombraba aquel valor vivido hacia dentro, como en oración. Tanto como el arte de sus movimientos, la búsqueda de una pureza ajena al barroquismo vacío de tantos otros, pero tampoco salíamos de nuestro asombro con la variedad de un repertorio perfectamente tallado.

La grandeza viajaba además con el torero. Porque en la convicción absoluta de que tenía la responsabilidad de hacer sobrevivir un arte rodeado de voces destructoras, Tomás desplegaba toda su autenticidad en cualquier plaza cuando los demás sólo acostumbraban a exponer en los grandes cosos.

Se presentaba con todo su enigma como el Mesías de un mundo casi en extinción, que si sobrevive es en gran parte al magnetismo de figuras así: dispuestas a echarse al coleto toda la verdad del arte de la tauromaquia. Sólo su poder es capaz de traspasar todo de los anales, los libros y la memoria del respetable a su poderosa mano, a la prodigiosa cintura, a esos ojos que dictaminan con autoridad al toro por donde debe dirigirse. Así habla José Tomás.

No es posible adivinar lo que su presencia resistirá en las plazas. La responsabilidad para bregar con un riesgo de tal magnitud está sujeta sólo a su ánimo misterioso y se puede resquebrajar en cualquier momento, como ya ocurrió con su retirada precedente. Los suyos anduvimos entonces como almas en pena, añorándole. Pero conscientes de que la tensión que él imprime a todo debe ser insoportable. Sólo nos queda aspirar a que su resistencia sea lo más larga posible esta vez. Pero desde el jueves algo tengo por seguro. Su recuerdo atravesará el tiempo y quedará con los pies juntos, en el sitio de los elegidos, con los labios apoyados sobre el burladero de los astros legendarios.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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