Verbo hecho carne
Una inmensa finca de jara, olivos y matorrales en el corazón mismo de Chamberí. Chitón: el día que se enteren el señor concejal de urbanismo o los florentinos de turno estamos perdidos. Mientras tanto, bueno es que se aproveche este insólito reducto natural para iniciativas como ésta de la Música de los Espejos, una apasionada confraternidad de flamenco y literatura inserta en la tercera edición del festival Suma Flamenca. Quizá alguno de los altos ejecutivos alojados en el hotel Eurobuilding asomó la cabeza por el ventanal (no sabemos si para deleitarse con el inesperado regalo o para protestar en la recepción) en cuanto comenzara a cantar Marina Heredia.
Nunca el flamenco gozó de tratamiento tan nobiliario. Ni tan merecido. Incluso a la lluvia, que dejó empapaditas las alfombras y extendió el pánico entre los organizadores, le entró un arrebato de pudor y aceptó ceder el protagonismo al veterano bardo de la barba entrecana, el delicioso tocaor jerezano y la inmensa Marina. El maestro Caballero Bonald asentía satisfecho desde la segunda fila, tocado con su inseparable visera de paño, la media sonrisa siempre esbozada en ese rostro suyo de bonhomía. Algún día le tendremos que agradecer a este hombre, además de las novelas mayúsculas, su contribución a que el flamenco se haya expandido por otras familias y latitudes.
MARINA HEREDIA CON LUIS EDUARDO AUTE
Marina Heredia (cante, palmas), José Quevedo Bola (guitarra flamenca), Luis Eduardo Aute (poemas). Olivar de Castillejo. Madrid, 2 de junio. 20 euros. Casi lleno (150 espectadores).
Heredia, de gris y rojo pasión, se apodera de la noche sin necesidad de palabrerías ni aspavientos. Su voz fluye natural, límpida, ardiente como llamarada. Y puesto que la velada iba de poetas, escogió un repertorio de hondo trasfondo lírico: desde la Balada del que nunca fue a Granada, de Rafael Alberti, a la tauromaquia de Illo y Romero, transformada en verso por José Bergamín. Aute la observaba embebecido, marcando el compás tímidamente por debajo de la mesa. Él sabe bien que el flamenco, más que aprehenderse, hay que sentirlo. Como un cosquilleo que recorre la boca del estómago, como un pellizco a flor de piel. Verbo hecho carne con forma de bulería o de tanguillo, de verso libérrimo o popular.
El diálogo entre la cantaora y el poeta no se hizo pesado. Aute filosofaba sobre el amor y la muerte, una de sus dicotomías predilectas, y la granadina respondía con un emocionante cante torero. Se refería el cantautor al amor con mayúscula, "nada que ver con el aeróbic genital" (cuánta fortuna ha hecho la expresión), y la mujer contestaba con los Tangos de la penca, relato de amores y fatigas de los gitanos en el Sacromonte. No parecían importar ni el salto generacional ni el estilístico: pocas cosas hermanan tanto como la música. Si acaso, la poesía. Y allí, sobre el pequeño entarimado, los tres oficiantes disponían de todos los elementos.
"Antes tendré que quemar con lágrimas todas las fotografías", recitó el de Manila con esa voz grave, cincelada por el alquitrán, que ha hecho fortuna entre varias generaciones de féminas. Recordó también su Réquiem andaluz, un romance escrito para Carlos Cruz hace tres décadas, cuando Andalucía era sinónimo de hambre y desesperanza. Subía la intensidad y a Marina Heredia Ríos no le quedó más remedio que arrancarse por soleares, "lo más profundo y verdadero del flamenco". Para entonces, la guitarra de El Bola ya era una asombrosa caja de chiribitas.
Faltaba lo mejor. Aute se atrevió a pelo con Al alba en una lectura rota, desgarrada, dolorida, y Heredia le replicó con el mismo tema por bulerías. Como José Mercé, pero aún mejor. La hija de El Parrón acaba de cumplir 28 añitos, pero su arte fue capaz anoche hasta de quitarnos el frío del cuerpo. Y casi, casi, de los pies.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.