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Crónica:SILLÓN DE OREJAS
Crónica
Texto informativo con interpretación

¡Lo que hay que oír!

Manuel Rodríguez Rivero

Rouco volvió a llevarse el gato al agua y, consecuentemente, su comunicador estrella -ese peculiar personaje que se ha pasado la segunda mitad de su vida vengándose públicamente de lo que quiso ser en la primera- pudo renovar su contrato. Pobre Rajoy. El apocalíptico predicador de la pérdida de España seguirá despotricando contra la Dolchstoss ("puñalada en la espalda") que el traidor "Maricomplejines" habría asestado a media docena de "referencias morales" del Partido Popular. Quizás su mentor arzobispal haya pensado en adjuntar al contrato renovado -con el fin de facilitarle su trabajo "comunicador"- un ejemplar del admirable El gran libro de los insultos (La Esfera de los Libros), de Pancracio Celdrán Gomariz, un completísimo diccionario de vituperios, en el que se puede "encontrar el calificativo ajustado a todo tipo de conductas sin necesidad de repetir ningún improperio o agravio". Así, por ejemplo, el epíteto "traidor" podría sustituirse por "vendepatrias" o, incluso, "vendecristos", de uso más apropiado, dadas las características de la parte contratante. Pero el dicterio y el insulto no son los únicos instrumentos disponibles para contaminar el lenguaje y corromper la comunicación: también lo son la ambigüedad y el eufemismo, auténticas plagas de nuestro tiempo. Así, por ejemplo, entre las sorpresas que nos depara la renovada página de búsqueda del ISBN -esa que, precisamente ahora que se habla de privatizar la Agencia, tiene fumando en pipa a los libreros- se encuentra la desaparición del término "agotado", sustituido por la enigmática expresión "no disponible", que nadie sabe qué significa. De perversiones del lenguaje como ésas -y mucho peores- y de cómo hemos llegado a decir lo que no queremos (o a no decir lo que queremos) trata precisamente El saqueo de la imaginación (Debate), de Irene Lozano, cuyo subtítulo es 'Cómo estamos perdiendo el sentido de las palabras'. Lozano, que ya había obtenido el Premio Espasa por un ensayo sobre la corrupción política de la lengua por los nacionalismos, analiza con erudición y amenidad ese generalizado deterioro de los conceptos que, desde el poder y la oposición hasta los medios, pasando por las instituciones y las empresas (las de telefonía son particularmente proclives al cambiazo léxico), ha ido modificando lo que llamábamos "comunicación", sustituyéndola a menudo por un estrépito en que lo único que importa "es producir constantemente mensajes nuevos que se alcen por encima del ruido ensordecedor". Lozano indaga en las causas y consecuencias de ese desbarajuste lingüístico y semántico, deteniéndose de modo especial en el que se disemina desde los centros de poder y puede llegar a alterar las reglas de juego de la política (y de la ética). Un libro para enterarse mejor de lo que no dice (o dice) lo que (constantemente) hay que oír. Y escuchar.

Prada

Paso por delante de una iglesia y leo, clavada en su puerta como si se tratara de las 95 tesis de Lutero, y encabezada por la cita (adaptada de Mateo, 10:16) "los católicos tenemos que ser astutos como serpientes", una entrevista con el escritor Juan Manuel de Prada, de quien se anuncia una próxima conferencia en el salón parroquial. Prada, que en los últimos años parece haberse esforzado por convertirse en lo que antes se llamaba un "escritor católico" (y los hubo grandes, además de ingleses), dice en ella que se imagina la voz de Dios como la de Rutger Hauer en Blade Runner. Supongo que se refiere a la de Roy Batty, que es el personaje -un replicante rebelde de la camada Nexus 6- encarnado por el estupendo actor en la inolvidable película de Ridley Scott (1982). En todo caso, discrepo. Puestos a aprovechar el mismo escenario, yo imaginaría la voz de Dios como la del doctor Eldon Tyrel (Joe Turkel), el científico-magnate de un imperio económico basado en la producción de esclavos genéticamente manipulados: como el propio Batty o la neumática Pris (Daryl Hannah). O, regresando en la moviola teológica del tiempo, como tantos seres humanos a los que el arbitrario, omnipotente e improbable demiurgo habría dado cuerda y puesto a caminar, condenándolos a pasar lo que Quevedo llamó "la mayor parte de la muerte" en este maldito valle de lágrimas. Claro que es posible que Prada, que confiesa rezar las Horas, escuche la voz de Dios con menos interferencias que yo. Tampoco estoy de acuerdo cuando afirma que su fe "ha influido en el trato cada vez peor que me dispensa el mundillo de la cultura en España": olvida el aún joven escritor que desde Coños (1995) hasta El séptimo velo (2007) sus libros y artículos han obtenido algunos de los más afamados premios que se conceden en este país. Y que su dossier de prensa debe abultar como un mamotreto. Otra cosa es que sus artículos comprometidos con la iglesia de aquí y de ahora irriten a quienes no comulgan (con sus creencias) y se niegan a disociar literatura y opinión. Uno de esos premios, por cierto, le fue concedido por Las máscaras del héroe, su primera novela, que ahora reedita Seix Barral con entusiasta prólogo de Gimferrer y que, en realidad, iba a ser el motivo central de este pequeño comentario. Pérez-Reverte dijo de este libro (y la editorial utiliza la cita en los paratextos) que era "quizás la mejor novela española de estos últimos veinte años". Yo tengo otras candidatas, pero estoy convencido de que ésta es una de las mejores de su autor. Si no la conocen, léanla. Para disfrutarla no hace falta ser católico.

Reencuentro

Como recordaba Juan Benet, sin juicios sintéticos, es decir, sin metáforas, no existiría la literatura. Y de (buena) literatura están repletas las nouvelles que componen Tres cuentos de otoño (Bruguera), la última entrega narrativa de Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, 1942), un nada estridente virtuoso del arte de contar historias con el que la suerte (editorial) nunca se portó demasiado bien. En 1972 formó parte, con su exigente novela Alimento del salto, del cartel publicitario con el que Barral Editores y Planeta (una joint-venture sólo teórica y circunstancial, pero premonitoria) anunciaban el "lanzamiento" de una "nueva novela española" compuesta por un total de 17 títulos (de, entre otros, Félix de Azúa, Ana María Moix, Ramón Hernández, Manuel Vázquez Montalbán o José Antonio Gabriel y Galán) que pretendían renovar el escuálido panorama narrativo español y dar respuesta al boom que venía de América. Aquella propuesta era demasiado heterogénea y, además, nació demasiado pronto. La respuesta del público fue decepcionante -haría falta todavía un lustro y La verdad sobre el caso Savolta para que se renovase el llamado "pacto narrativo" con el lector común- y todo quedó en buenos deseos. Fernández de Castro no se subió, como algunos de sus colegas, al carro del éxito de los ochenta, pero siguió en la brecha. Y ahora cuenta sus historias con el ímpetu (y la juventud) de un maestro.

Ilustración de Max.
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