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Columna
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París c'est fini

Eran condenadamente guapos. Llevaban tejanos desgastados, cazadoras de cuero y parecían todos recién salidos de una película de Truffaut. Escuchaban a Jacques Brel y coreaban consignas imposibles en la boca del lobo. Así eran nuestros jodidos hermanos mayores aquel mayo del 68. No crean que voy a hacerles una loa. Por más que la efeméride haya despertado el entusiasmo de sus defensores y la crítica de sus detractores, la verdad es que París no dio para tanto. Fue solamente una revuelta juvenil. Eso sí, la primera de la Historia. Las contradicciones de clase, que se remontaban a los orígenes del marxismo, palidecieron ante otra nueva frontera insalvable: la que se abría a los veinte años. Ser joven dejó de ser una simple etapa de la vida para convertirse en un delito maravilloso, la resistencia contra cualquier forma de autoridad. La brecha generacional era sincera en su planteamiento y, hasta cierto punto, lógica y necesaria. Lástima que ninguno de aquellos líderes estudiantiles cayera en la cuenta de que la edad se curaba con el tiempo, por eso muchos de aquellos jóvenes puros con trenca azul marino y mirada de carbonario acabaron, como era de suponer, copando los consejos de redacción de las grandes multinacionales.

Nosotros, los que éramos niños entonces, los idolatramos durante una época, porque se parecían a los héroes de las películas de sesión de tarde. Mientras hacíamos los deberes en la mesa de la cocina y aprendíamos la tabla de multiplicar, ellos llegaban tarde a casa con la piel sudorosa y los ojos radiantes como capitanes intrépidos, contando batallas campales como las de los indígenas derviches contra tropas del general Kitchner. Luego las cosas cambiaron, claro. Y a nosotros nos tocó pagar los platos rotos de aquella primavera. Ya no éramos los críos que leíamos las aventuras de los Cinco y hacíamos globos con los chicles Bazoka Joe, sino que empezamos a pensar por nuestra cuenta y a cuestionar la autoridad moral de aquellos hermanos mayores que ahora impartían doctrina desde el púlpito inalcanzable de las células de facultad. Nos obligaban a leer a Marcuse, a Sartre y a Simone de Beauvoir, cuando a nosotros los que de verdad nos gustaban era Joseph Conrad, Blade Runner y los Rolling.

Nos asfixiaron con su poder, se negaron a soltar las riendas y jamás nos cedieron el relevo. Es ley de vida y promesa de muerte. Todas las religiones, desde el cristianismo, están destinadas a acabar en la esclerosis múltiple del dogma. Pero ahora, cuando llueven las críticas como chuzos de punta contra aquella primavera de hace 40 años, no me gustaría terminar este artículo sin recordar que hubo un instante muy hermoso en aquel sueño de buscar la playa debajo de los adoquines. Lo mejor de cualquier revolución siempre es la primera imagen: esa fotografía en blanco y negro de Daniel Cohn-Bendit en una asamblea de la Universidad de Nanterre; el Odeón tomado por los estudiantes; un mitin de Martin Luther King en Memphis; la primavera de Praga antes de que corriera la sangre; el recital de Raimon en la Facultad de Económicas; una pareja besándose delante de la policía en el cruce del bulevar Saint Mitchel con Saint Germain; el concierto de Joan Baez en Berkeley; la mirada limpia de Bob Dylan cuando no era nada más que un chico judío que tocaba a la armónica times they're changing...

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