El círculo libanés
El fin de la crisis representa una victoria en todos los frentes de los integristas de Hezbolá
Líbano de nuevo tiene presidente tras seis meses de vacante: el ex jefe del Ejército Michel Suleimán, y un Gobierno en el que repetirá como primer ministro el prooccidental Fuad Siniora, elegido por mayoría parlamentaria. Se cierra así sólo formalmente una crisis política de año y medio, que ha enfrentado a la coalición gubernamental, apoyada por Estados Unidos y Arabia Saudí, con la oposición dirigida por Hezbolá, el grupo integrista chií en la órbita de Irán y Siria. Durante ese tiempo, el minúsculo país, rompecabezas religioso y de lealtades, ha estado paralizado y finalmente al filo de otra guerra civil. El Gobierno que ahora se forme tendrá una existencia efímera, hasta las elecciones de 2009.
En un país vertebrado, la aparente recomposición del tablero político zanjaría una etapa de incertidumbre y abriría otra de estabilidad. No es así en Líbano, un Estado confesional y virtual, laboratorio de todas las rivalidades regionales. En realidad el acuerdo libanés, conseguido con la mediación qatarí, es una tregua. Escenifica la rendición del Gobierno al poder efectivo de Hezbolá y sus milicias poderosamente armadas, que a comienzos de mes se hicieron con el control de Beirut en 48 horas -más de 80 muertos- y pusieron de rodillas a Siniora por su pretensión de desmantelar la red de comunicaciones propia de los fundamentalistas chiíes. El compromiso de Qatar ha permitido finalmente instalar en la presidencia al general Suleimán, sobre quien había acuerdo interconfesional desde hace meses, y otorga a Hezbolá el poder efectivo de veto de las decisiones gubernamentales (mediante el número de sus carteras), una vieja reivindicación que llevó a los ministros chiíes a abandonar el Gabinete en 2006. Satisface también la exigencia de Hezbolá de volver a una antigua ley electoral que favorecerá a los aliados cristianos de la milicia-partido. Se trata, pues, de una derrota en toda regla para EE UU y los saudíes.
Líbano, Estado ficticio, pierde una vez más la oportunidad de reformar unas instituciones que son receta para el enfrentamiento civil. El pacto en marcha evita probablemente más sangre a corto plazo. Pero no resuelve ninguno de los problemas de un país con un Ejército prácticamente ceremonial y donde el monopolio real de la fuerza sigue estando en manos del poder que representa una guerrilla inspirada y armada por Teherán y Damasco.
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