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Columna
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Epicentro

Islas, oasis y paraísos, artificiales por supuesto, los centros comerciales de la Comunidad de Madrid, que es la región más abundante en ellos, exhiben sus rutilantes nombres que prometen a su potencial clientela una oferta conjunta de comercio, restauración y ocio, a cubierto de inclemencias meteorológicas y a salvo de tentaciones exteriores que no estén relacionadas con los hábitos de consumo. En Madrid tocamos a 441 metros cuadrados de centro comercial por habitante, y donde pisa una de estas grandes superficies no vuelve a crecer el pequeño comercio. Los nuevos desarrollos urbanísticos incluyen una gran superficie para financiarse y, por eso, muchos de sus edificios ni siquiera incluyen locales comerciales en sus bajos, informaba el pasado lunes Elena G. Sevillano en estas páginas.

El centro comercial identifica y da cobertura a las urbanizaciones de su entorno

Los centros comerciales de Madrid crecen sobre todo en los nuevos asentamientos del otro lado de la M-30, en urbanizaciones aisladas, cercadas por autopistas y carreteras, alejadas de los núcleos urbanos tradicionales. El centro comercial es, en estas ciudadelas amuralladas de asfalto, el edificio principal y emblemático alrededor del que se articula la vida cotidiana de los nuevos pobladores, es su iglesia, su plaza mayor y su mercado, epicentro y punto de encuentro de todas las generaciones, intercambiador social, zona de recreo y mercadeo. La calefacción, o el aire acondicionado y la seguridad, garantizada por guardias privados, hacen del centro un excelente refugio para la tercera edad, que ha cambiado el banco rústico del parque por los asentaderos de diseño o las sillas de plástico de los locales de ocio franquiciados. Los niños no sólo acompañan gustosamente a sus padres a la compra, sino que exigen gozar más a menudo de las atracciones y de los atractivos reservados para ellos; el centro es un parque temático y didáctico donde la infancia aprende las leyes del mercado, el valor del dinero, no hay goce sin dispendio, si no se introduce la moneda en la ranura no hay entretenimiento que valga ni chuchería que caiga.

Para los preadolescentes y adolescentes el centro es casi su medio natural, ellas y ellos husmean en las tiendas de moda y complementos, se pavonean por los amplios corredores con sus mejores galas siempre renovadas, se atiborran de comida rápida, se citan en los merenderos y se sumergen, cargados de palomitas y refrescos, en la confortable penumbra de las salas de cine. Sus padres pueden estar tranquilos, en el limbo del centro comercial no hay lugar para el pecado y el exceso que albergan los bares de copas y los polígonos de ocio que les esperan a la vuelta de la esquina. Aquí no hay peleas, ni matones de puerta, ni camellos a la vista, el centro es una burbuja coloreada y pacífica protegida por Mammón, deidad aramea de los bienes materiales. El centro es universidad, foro y taberna, faro y guía que deslumbra a los habitantes de los nuevos barrios sin bautizar, descentrados y yermos, sin comercios, sin bares y sin alma. El centro comercial identifica y da cuerpo y cobertura a las urbanizaciones de su entorno.

Fuera de sus naves y de sus cúpulas no existe la vida, las calles están muertas y en la noche titilan, aisladas en los pisos habitados, las luces de los televisores que indican que todos han vuelto a casa a encerrarse en sus habitáculos. No hay vecinos ni parroquianos, sólo clientela, consumidores forzados, rehenes del omnímodo centro comercial. Pero no habría por qué dejar fuera de cobertura, desamparados, descentrados, a los habitantes de estas excrecencias urbanas, de los nuevos panales de hormigón y ladrillo que crecen en los páramos de Madrid, rodeados de tráfico por todas partes menos por una, la despejada pista que conduce al hiperbazar más próximo.

Los centros comerciales deberían amparar bajo sus protectores hangares a sus mejores clientes. Sería más ergonómico, más económico y más práctico, edificar bloques de viviendas, a cubierto, en las avenidas comerciales y las plazas techadas. Un megacentro del futuro podría incluir también en su espacio interior bloques de oficinas y edificios institucionales, clínicas y colegios, templos y funerarias. El hipercentro de mañana sería autosuficiente y autárquico y acogería en su anchuroso seno, de la cuna a la tumba, a sus hijos privilegiados, ciudadanos fieles y fidelizados, abstraídos y abducidos, protegidos de los riesgos del mundo exterior que acecha tras los muros insonorizados y reforzados de su reino de taifas virtual.

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