_
_
_
_
_
DIEZ AÑOS DE 'LA SÉPTIMA'
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La noche más hermosa

Joaquín Estefanía

Parece mentira que, siendo un tipo tan politizado, no conteste que el día en que legalizaron al partido o aquel octubre de 1982 en el que los suyos ganaron por primera vez las elecciones generales. O que, ya que dedica tanto tiempo a las buenas novelas y quiere tanto al Gabo, no responda que el 10 de diciembre de ese mismo año, cuando le entregaron el Nobel de Literatura a García Márquez en Estocolmo vestido de liqui liqui. No. Cuando le preguntan por la noche más hermosa de su vida, dice sin pestañear: el 20 de mayo de 1998, la séptima. Hoy se cumplen diez años de aquello.

¿Qué tiene el fútbol, ese territorio oscuro de los sentimientos, que nada lo supera y tanto emociona? El presidente Sanguinetti llegó de Montevideo una tarde a aquella sede para protestar por algo que le parecía intolerable; la conversación amagaba con terminar de modo abrupto y muy desagradable cuando el interlocutor citó el nombre de Francescoli, El Príncipe, el mejor jugador uruguayo de todos los tiempos, y lo que hasta entonces había sido distancia devino en complicidad. Un político español que hoy es muy importante usó de sus atribuciones cuando aún no lo era y se coló en el palco del Bernabéu en un partido Real Madrid-Bayern de Múnich sólo con el objetivo de cruzar su mirada con la de Frank Beckenbauer, El Kaiser, el líbero más glorioso de la historia: "No podía dejar de aprovechar la oportunidad".

¿Qué tiene el fútbol, ese territorio oscuro de los sentimientos, que nada lo supera y tanto emociona?

Ha visto en el mismo estadio, arrebatado, a Mario Vargas Llosa (un aficionado de la fila de atrás, al que le sonaba la cara del novelista, le preguntó para confirmar su identidad: "Es usted García Márquez, ¿verdad?") observando cómo Zinedine Zidane, el último mago del fútbol (last but not least), recibía un balón desde unos treinta metros, lo templaba, lo escondía de su marcador y, a continuación, se lo pasaba al compañero mejor situado. Un periodista de radio que mata por una noticia se encerró toda una tarde en un hotel con Zizou y Florentino Pérez, olvidándose de sus obligaciones profesionales, mientras el resto de la profesión los perseguía para confirmar si el primero había fichado por el Real Madrid y llegado a la capital de España.

El 20 de mayo de 1998, cuando abandonaba a punto de infarto, pero feliz, el Arena de Ámsterdam, tomó una decisión solemne: jubilarse como seguidor activo del Real Madrid. No le cabía más dicha deportiva en el cuerpo. Treinta y dos años esperando la séptima Copa de Europa, con disgustos tan importantes como la final perdida en París con el Liverpool (0-1) a principios de los ochenta ("aquélla debió ser la séptima") o la eliminación injusta de la quinta del Buitre por el PSV Eindhoven en 1988. Diez años después de aquella felicidad tan irracional, recuerda vagamente el esperanzado viaje de ida con un grupo de amigos; con algunos detalles, el sufrimiento y los brincos en el asiento del estadio hasta el minuto 67 del partido, en el que el héroe de la séptima, Pedja Mijatovic, marcó el gol que cambió la historia (por aquel gol le perdona incluso su actual aspecto de mafioso napolitano); y de manera muy nítida, la agonía de los últimos 25 minutos, en los que la Juventus, la vecchia signora, empujaba y empujaba dirigida por dos jugadores legendarios: Davids (número 26) y, sobre todo, un Zidane (número 22) que todavía tenía algo de pelo y que poco después sería de los suyos. La Juve era el favorito. También rememora con una sonrisa el éxtasis del viaje de vuelta, sin voz y casi sin fuerzas, y la llegada a un Madrid vestido de blanco, con las calles llenas de gente afónica y los ojos brillantes.

Como era supersticioso y creía en la teoría de las compensaciones, sabía que tanto placer tendría sus consecuencias: cinco días después moría su perro, Zarpas, a quien tanto quería. Así que decidió no tentar más al destino, jubilarse y desde entonces ir sólo excepcionalmente al Bernabéu. Durante algún tiempo, cuando pasaba por la Castellana, sentía toda la nostalgia de un pasado invencible. Pero, aun así, no pudo resistir el alejamiento, volvió a pecar y vinieron la octava y la novena. Fue a París y a Glasgow y allí vio el gol de Raúl a Cañizares o el maravilloso de Zidane al Bayer Leverkusen: el gol por excelencia. Tres veces ha acudido a la final de una Champions y las tres ha ganado; sabe, por la ley de las probabilidades, lo difícil que es que ello vuelva a ocurrir. Así que, si en el futuro su equipo llega de nuevo a una final de ésas, promete no acompañarle para no estropear el resultado.

La vida le ha dado nueve Copas de Europa, de lo que nadie, excepto los madridistas, puede presumir. Ahora, por motivos generacionales, vuelve a ir de vez en cuando al Bernabéu (menos de lo que quisiera). Y siempre, siempre, se acuerda de la noche de la séptima. Su noche más hermosa.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_