Flores de combate
Esther Páez no es chica con la que quieras tener una pelea. Se entrena en un gimnasio de pugilistas y podría abollar un autobús con un gancho de derecha. Lleva en el vientre un tatuaje con forma de cinturón de campeona, y a ambos lados de la cintura, dos coronas tailandesas. Tiene hasta estrellitas en los dedos de las manos, que no quieres ver estrellándose contra tu nariz. Pero mientras aporrea el saco de entrenamiento, lo que más destaca de su cuerpo son las flores japonesas que recorren sus brazos y su pecho, como hombreras de guerrera.
-Me entreno desde los 15 años -dice Esther-. Por entonces, era importante saber defenderse. Corría mucha droga y mi barrio no era fácil. Además, me molaba. Me molaban todas las formas de defensa personal. En el 91, fui la primera mujer cinturón negro de España.
-¿Siempre estuviste en circuitos de competición?
-En los primeros años, ni se me ocurría. Hasta que tuve a mi hija, en el 95. Aunque soy soltera, decidí tenerla y sacarla adelante. Cuando ella nació, me la llevaba al gimnasio. La dejaba en un rincón con los pañales y los chupetes. Un día, un entrenador me ofreció 70.000 pesetas de las de entonces para una pelea. Y yo pensé que a las dos nos vendría bien el dinero.
Por entonces, Esther trabajaba de camarera en el Puerto Olímpico. "Camarera, pero no go-go, ¿vale? Camarera de bandeja. De las que curran". Repartió palizas en Italia, Francia y Alemania, pero de camarera siguió hasta que, cuatro años después, se convirtió en la retadora por el título mundial femenino de kickboxing.
-La campeona se llamaba Michelle Carson y era surafricana. La pelea se celebró en Durban y ella era ampliamente favorita. Cuando salió al ring, montó un espectáculo imponente: llevaba una escolta de morenos vestidos de zulúes, con escudos y disfraces. Seis mil personas gritaban su nombre. Cuando el árbitro anunció el mío, sólo aplaudieron dos. Durante los primeros seis asaltos, no hice más que recibir golpes. Carson era muy alta y no me dejaba acercarme. Me dejó cicatrices en la cara, el labio roto, la nariz torcida. Yo era un espectáculo sangriento.
-¿Y no tiraste la toalla?
-No pensaba. Los golpes eran fogonazos en la cara. Después de cada asalto, mi entrenador me decía: "Tienes que llevarte ese cinturón a casa, tienes que hacerlo por tu hija". Al séptimo asalto, empecé a sentir un cambio en el público. Seguían gritando, pero de preocupación. Entonces supe que le estaba dando. En el último asalto, la tumbé. Gané el título, pero nos llevaron a las dos al hospital.
Esther regresó a España con el cinturón, un millón de pesetas y contratos para pelear por todo el mundo. Pero dos meses después, el destino se la jugó. O más bien, se la jugó un conductor que chocó con su moto por detrás y acabó con sus ligamentos, sus meniscos, sus cervicales y su carrera. Como en una película trágica. Como en una de Clint Eastwood.
-Lo más doloroso no fueron los dos meses en silla de ruedas, ni los dos años en rehabilitación. Lo peor fue la depresión. Me abandoné. Tuve que dejar a mi hija con su abuela. Ni siquiera era capaz de cuidar de mí misma.
Sin embargo, Esther tiene un final de historia mejor que el personaje de Hilary Swank. Es difícil derrotarla, dentro o fuera del ring. La zona oscura de su vida duró cinco años, hasta que volvió a los gimnasios. Hoy en día, da cursos de defensa personal a mujeres víctimas de violencia doméstica. Según la publicidad de su academia, incluso enseña a usar como armas los utensilios domésticos.
-¿Y a ti, alguna vez te ha maltratado un hombre?
Ella se pone roja, baja la mirada:
-Vamos a dejarlo ahí.
-¿Es fácil ligar cuando los tíos saben que podrías matarlos a golpes?
-A los poquita cosa los intimido. Pero otros me encuentran muy sexy.
Sonríe y se ruboriza al decir eso. Podría partirle la cara a un golfo de 120 kilos, pero es tímida, incluso vulnerable. Como los tatuajes que adornan sus hombros, Esther Páez es una flor de combate, colorida y peligrosa, que crece entre espinas y cactus.
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