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Reportaje:LIBROS | Debate

El mayo de nuestra juventud

El 68 francés fue la puesta en escena de una serie de tendencias e inauguró la era virtual. Los defectos y limitaciones de la revuelta fueron también sus principales virtudes

En estas fechas se cumplen cuarenta años del Mayo del 68 y con este motivo se publican libros y artículos que no parecen despertar grandes pasiones. Incluso quienes vivimos aquellos sucesos de lejos, pero en tiempo real, los recordamos hoy como algo más curioso que sustancial, y un cierto pudor nos vacuna contra la nostalgia. Lo mismo, aunque con menos frialdad, sucede en Francia, donde los comentarios desdeñosos de Nicolas Sarkozy sobre la efeméride fueron tenidos por una falta de respeto, pero no un error de juicio.

Ciertamente, pocos acontecimientos históricos son más fáciles de desacreditar que aquellas jornadas, que ya en su momento provocaron el rechazo de la derecha y el recelo de la izquierda, y de las que, en definitiva, sólo se conservan unos pocos lemas ingeniosos ("prohibido prohibir", "bajo los adoquines la playa", etcétera) considerablemente desgastados por la reiteración. La generación siguiente, que no guarda memoria directa de los hechos y que, en buena medida, hoy ostenta el poder, mal puede tener otra imagen que la de unos hijos de papá irresponsables y desnortados que se comportaban como si estuvieran reviviendo la Revolución Francesa, mientras otros enfrentamientos más trascendentales y mucho más arriesgados tenían lugar en Praga, en México, en Polonia o en Memphis, Tennessee. Por no hablar de Vietnam. Lo cual, por otra parte, resulta irrelevante, porque las cosas no se hacen para competir por un lugar en el podio de la perspectiva histórica. Pero lo cierto es que en el Mayo de París los grandes acontecimientos mundiales no estuvieron presentes, o lo estuvieron de un modo tangencial y complementario. La revuelta de París, al margen de las proclamas grandilocuentes, obedecía a causas más bien burguesas. Con la prosperidad y la seguridad imperantes en Europa, la población estudiantil no sólo había desbordado las posibilidades materiales del sistema educativo, lo que en parte motivaba la protesta, sino que se había convertido en una auténtica clase social independiente de su extracción. Los estudiantes, que ya no representaban a la clase dirigente del país, habían perdido el sentido de la responsabilidad individual y adquirido una novedosa sensación de fuerza, no sólo numérica, sino como representantes de todos los estratos de la sociedad. Los hijos de la alta burguesía rechazaban todo lo que representaban sus padres, mientras que los hijos de las clases inferiores, ascendidos a la categoría de estudiantes, menospreciaban a los suyos. Mayo del 68 fue, en esencia, una revuelta juvenil, seguramente la primera de la Historia, y por esta razón pilló desprevenidas a las jerarquías de todo tipo, incluidas las intelectuales y las familiares, que se limitaron a mover la cabeza con una mezcla de indulgencia y desdén, no exenta de temor ante lo que parecía ser una pérdida irreversible de su autoridad moral. Sólo el Gobierno francés supo conservar la calma y acabó aprovechando los sucesos para hacer una demostración de solidez y tolerancia. Los enfrentamientos callejeros fueron violentos, pero no hubo muertos ni represalias ni se practicaron torturas o abusos. Todo lo que pasó, pasó a la vista del público.

Los chicos del Mayo del 68 eran decididamente jóvenes. La juventud había dejado de ser una etapa para convertirse en una identidad

Al final, la cosa acabó como tenía que acabar. Al concluir el mes de mayo las calles de París fueron tomadas de nuevo por una ingente multitud que manifestaba su apoyo al Gobierno y al orden existente. A renglón seguido la policía desalojó las universidades, los obreros en huelga volvieron al trabajo y los estudiantes remolonearon hasta que empezaron las vacaciones de verano. En las elecciones celebradas poco después, el partido conservador obtuvo un triunfo aplastante que mantuvo durante muchos años. A la vista de estos resultados y de otros inmediatamente posteriores y más brutales, como la Primavera de Praga, los jóvenes del mundo llegaron a la conclusión de que todos los sistemas eran inamovibles. No era cierto, como se vio al cabo de poco en Portugal, en España y en los países del Este, pero en el 68 cundió el desaliento. Algunos siguieron defendiendo sus principios integrados en el sistema parlamentario, otros se decantaron brevemente por la lucha armada, los más volvieron a la rutina cotidiana y unos cuantos se convirtieron en una nueva élite arrogante, ostentosa y sin escrúpulos e instauraron la ética del todo vale y del pelotazo.

De la revuelta quedó el rechazo generalizado de cualquier forma de autoridad, que sólo se tradujo a la realidad en el campo de la educación, por la mala conciencia de los padres y la debilidad de quienes representaban el poder en este campo, es decir, los pobres maestros. En el fondo, la subversión no iba mucho más lejos. El desafuero característico de aquella década de sexo, drogas y rock and roll, barbas y melenas y atuendos estrafalarios, vino luego, del otro lado del Atlántico. Los chicos de Mayo del 68 llevaban corbata y las chicas eran modosas. Pero eran decididamente jóvenes, en la medida en que la juventud había dejado de ser una etapa de la vida para convertirse en una identidad. Una identidad con fecha de caducidad, ciertamente, pero, como todas las identidades, incompatible y excluyente. Después de Mayo del 68 se abrió una brecha insalvable entre los jóvenes, que encarnaban lo bueno, y los mayores, que encarnaban lo malo. A esta brecha, sincera en su planteamiento y hasta cierto punto lógica por razones sociológicas, se apuntó de inmediato una industria dispuesta a satisfacer a una nueva clase consumidora con bastante poder adquisitivo, todavía sin responsabilidades familiares y, en consecuencia, muy poco previsora a la hora del gasto.

Los que entonces seguíamos los acontecimientos desde España a través de un denso velo de censura estábamos perplejos. De inmediato nos solidarizamos con la rebeldía, aunque por causas equivocadas. El que vive sucesos de un modo vicario suele ver lo que no hay y adaptar lo que hay a sus propias circunstancias. A decir verdad, en España buena parte de la autoridad académica estaba al lado de los estudiantes y a menudo sufría iguales o mayores represalias, los padres se mostraban bastante tolerantes con nuestras modestas rebeldías y la cultura oficial se había desautorizado sola. Pero cualquier forma de combatir la autoridad nos parecía digna de ser apoyada. En el plano teórico hicimos lo que pudimos: leer a Althusser, a Marcuse, a Lukács y a Erich Fromm; en el práctico, seguir conspirando y manifestándonos y recibiendo alguna que otra tunda.

En última instancia, el Mayo del 68 tuvo lugar en París y sólo en París. No fue en rigor un movimiento revolucionario, sino la puesta en escena de una serie de tendencias. También fue, seguramente, el primer acontecimiento retransmitido por las televisiones de todo o casi todo el mundo, con lo que inauguró la era virtual en la que aún estamos. En todos estos sentidos inauguró una época y, pese a todo, estuvo bien. Sus defectos y sus limitaciones fueron al mismo tiempo sus principales virtudes. Desde otro punto de vista, marcó sin saberlo el fin de las grandes ideologías, especialmente del marxismo, que ya no volvió a levantar cabeza, y también marcó el final de París como capital intelectual del mundo, un título que se había ganado justamente desde los tiempos de la Ilustración, pero que ahora cedía sin rechistar a Londres y a Nueva York. Entonces era inimaginable, pero París pronto dejaría de ser el maître à penser, el epicentro de los movimientos artísticos, literarios, teatrales y cinematográficos, e incluso el árbitro de la moda y de la gastronomía. Con este ocaso se fue también el recuerdo del Mayo del 68. Lo que tuvo de apolítico determinó su persistencia en el terreno de las actitudes sociales y personales. Quienes lo vivimos, dentro o fuera, nos hemos convertido, como en la canción de Jacques Brel, en los denostados mayores ante cuyas narices voceábamos consignas irrealizables. Tal vez los jóvenes de hoy deberían tomar ejemplo. No sé muy bien de qué, pero ejemplo.

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