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Columna
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Malos tiempos

El Festival de Poesía de Granada ha celebrado un año más su inauguración oficial en la Huerta de San Vicente, al amparo ético y lírico del recuerdo de Federico García Lorca. Mientras escuchaba los versos de Piedad Bonnett y de Rafael Cadenas, acompañados por el canto de los mirlos y por el rumor tranquilo de los árboles, regresé a las tardes de mi adolescencia, cuando recorría con paso lento aquellos jardines y buscaba ilusiones puras ante los balcones cerrados de la casa del poeta. Crecer en Granada supuso para mi generación la búsqueda de una ciudad que había quedado atrapada bajo los escombros sentimentales de una guerra y bajo la muerte de un poeta, más pesada y asfixiante que cien toneladas de roca dura. Regresé a mi adolescencia porque sentado en una silla cercana a la mía, estaba Evaristo, el administrador y guarda de la casa, que se pasó la vida trabajando con lealtad para la familia García Lorca y para el simbolismo cívico y literario de la geografía que custodiaba. Evaristo y su mujer abrieron muchas veces las puertas clausuradas, permitiendo que un muchacho entrometido pudiera imaginarse en soledad una libertad todavía ardiente después de los años del silencio, unas habitaciones llenas de voces vivas, de canciones, de palabras y notas que tantas veces se habían escapado por la ventana en busca de una ciudad más vieja, pero mucho más libre.

Eran malos tiempos para la lírica, se repetía con frecuencia cuando yo empezaba a escribir poemas. No estaba la sociedad para versos. Junto a las sórdidas herencias del franquismo, junto a ese desinterés por la poesía característico de las prisas mercantilistas, había que tener en cuenta la indignación del compañero militante que te acusaba de revisionismo y de sentimentalismo pequeño burgués cada vez que caías en la debilidad de escribir un poema de amor. Era tan urgente la defensa de las causas públicas, había tantas banderas en el aire, que los asuntos del corazón quedaban arrinconados en los ángulos oscuros de la casa, como el arpa de Bécquer. Han cambiado mucho las cosas. Hoy deberíamos decir que corren malos tiempos para la política, un ejercicio casi imposible, que sólo se identifica con la corrupción, el sectarismo y la mentira. El desprestigio de la política es cada vez más peligroso y deja las manos libres a los cínicos que intentan acabar con las reglas públicas que limitan la ley avariciosa del más fuerte. Por el contrario, corren sigilosos y buenos tiempos para la lírica. Si las causas públicas tradicionales están llenas de cicatrices, la transformación de la vida cotidiana nos ha hecho comprender de manera muy saludable que la historia y la voluntad de emancipación están también presentes en los poemas de amor. Muchas ilusiones relacionadas con la igualdad, la sexualidad libre y el respeto íntimo a los otros han pasado de los versos de amor a los programas políticos. La poesía, además, se empeña en reivindicar las conciencias individuales, en tiempos de nueva barbarie, en los que poderosos mecanismos tecnológicos imponen consignas y pudren por dentro las libertades sin necesidad de acudir a los recursos demasiado sangrantes de los viejos totalitarismos.

La poesía de Francisco Brines, ganador del Premio Federico García Lorca, ha ocupado un lugar de honor en el Festival. La serenidad de su diálogo con la nada y con la vida, con la precariedad y el esplendor de la existencia, es un testimonio profundo de la dignidad mortal de los seres humanos. También estuvo muy presente Ángel González, homenajeado en y por Granada a los cuatro meses de su muerte, en uno de los actos más brillantes que he visto nunca en la ciudad. Qué les voy a decir yo a ustedes de Ángel. Sólo les confieso que muchas veces escribo con convencimiento no por esperanza en el futuro, sino para que mis muertos se sientan orgullosos de mí.

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