Los sonidos del silencio
En asuntos de cementerios no vale decir "yo es que ni entro ni salgo". Incineraciones aparte, si uno entra en un cementerio es para no salir. Incluso si hay alguna reorganización de nichos y tumbas, lo más probable es que nuestros huesos pasen a un osario común dentro del mismo recinto cuando ya nuestros descendientes ni se acuerden de que alguna vez pisamos este planeta. La muerte es más larga que la vida: esa es su ventaja y su inconveniente. Nos morimos para siempre (y eso es muuucho tiempo...) así que difícilmente podemos caerles bien a las generaciones que nos van sustituyendo, las cuales, a medida que avanza la humanidad, se ocupan menos de nuestros restos por puro aburrimiento. Sólo si fuésemos faraones o Francisco Franco, con sus pirámides y su Valle de los Caídos, podríamos conseguir ese poquito de atención que requiere nuestro afán de trascendencia.
Los muertos serán muertos, y todos lo seremos algún día, pero no son tontos
Pero no todos podemos aspirar a mausoleos (¿o se dice mauseolos?) individuales de tanto postín, así que construimos cementerios que son como colonias de chalets adosados o de mansiones de 14 cuartos de baño; en todo caso, nada de ocupar un valle tú solito para pasar la eternidad. En Galicia los cementerios son parte de la vida. Los construyen los vivos para los vivos.
Los canteros llevan tallando, con martillo y con cincel, todo un espectáculo pétreo para asombro de escritores, pintores o fotógrafos, propios y extraños todos ellos. Las piedras del pasado esperan a los muertos del porvenir. Y nunca fallan. Tarde o temprano, tras el doloroso tránsito, acuden las gentes a todos nuestros cementerios.
¿A todos? ¡No! Un cementerio despoblado resiste todavía y siempre al invasor. Es el cementerio diseñado por César Portela que mira al mar desde Fisterra. Tiene un aire como de cubos infantiles desparramados por el suelo de la guardería, como de la plaza de los cubos de la calle Princesa en Madrid y, a la vez, de nuevos mohais ciberpunks de la isla de Pascua. El cementerio resiste, se resiste y rechaza a cualquier invasor, sea este un muerto -el inquilino natural-, un vivo -el quimérico inquilino-, el enterrador -el inquilino funcionario- o el agente de seguros -el casero- que viene a eso, a asegurarse de que el muerto está bien muerto y de que el vivo no sonríe demasiado. Por no llegar, a ese final de la tierra y de la vida no llega ni la electricidad. Esto último incluso echaría atrás al mismísimo Victor Frankenstein que, sin la chispa de la vida (la de Fenosa), no daría resucitado ni a un anca de rana. El cementerio, ¡ay!, está vacío.
No entramos ni salimos -en este caso sí vale la expresión- en las razones que llevan a las silvas a crecer libremente en este lugar sin ningún triste fantasma que las pisotee. Cuando se inaugura un hotel, un auditorio, un tren o un bar, alguien tiene que ser el primero en usarlo. En el cementerio de Fisterra no hay nadie disfrutando del eterno descanso. ¿Qué muerto tendrá el valor de ser el primero en alquilar un nicho durante medio siglo para pudrirse antes de acabar en el osario? Los muertos serán muertos -y todos lo seremos algún día- pero no son tontos. Si alguno decide pasar la vida eterna en el camposanto de Portela, ¿le seguirán los demás o tendrá que aburrirse como una ostra cada Primero de Noviembre?
El propio arquitecto hacía una declaración de intenciones sobre su proyecto: "He tratado de descubrir el misterio y la trascendencia del lenguaje entre el silencio". Pues bien, lo ha conseguido. Porque un cementerio repleto de inquilinos naturales -los muertos- es un puro griterío de epitafios, nombres, fotos, flores robadas de un nicho a otro por familiares cutres, visitantes de chándal, intelectuales en homenajes, responsos de curas, niños jugando a la pelota y operarios con mono azul dando las últimas paladas de cemento. Esto, por no hablar de las juergas nocturnas de todos los esqueletos bailando la rumba fuera de sus tumbas.
Los edificios ondulantes de Monte Gaiás preguntan a sus colegas cúbicos del cementerio de Fisterra cómo es ese futuro del lenguaje entre el silencio. Una vieja canción de Simon & Garfunkel ya anticipaba todo su misterio y trascendencia.
julian@discosdefreno.com
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