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Inmigración y mano de obra

En cualquier análisis político sobre el tema de la inmigración se acepta su conveniencia y hasta su necesidad económica, teniendo en cuenta que constituye una oferta de nueva mano de obra sin la cual sería difícil el crecimiento y hasta el mantenimiento de nuestro ritmo de producción. ¿Es así de simple ese tema, incluso observándolo sólo desde los intereses económicos? ¿No hay que distinguir distintos tipos de inmigrantes y distintas calidades de mano de obra?

Hace pocos días Joan Trullent dio una conferencia en el Ateneo Barcelonés sobre el futuro de la economía catalana y declaró -con un optimismo insólito en esta época de insatisfacciones exageradas- que su desarrollo es muy satisfactorio, con una decidida evolución hacia lo que se suele llamar economía del conocimiento, es decir, un sistema productivo basado en la investigación y el uso de altas tecnologías, con personal reducido y especializado, con temáticas innovadoras y altas cuotas de valor añadido. Este proceso ha comportado la supresión o la transformación radical de muchas industrias ya obsoletas y la creación de nuevos sistemas industriales y comerciales, un cambio que en algún momento ha podido parecer traumático, pero que ha situado a Cataluña entre los primeros puestos de Europa. Naturalmente, todo ello ha afectado al nivel técnico y profesional de los trabajadores. Hoy la demanda más cualificada de mano de obra se dirige a un tipo de trabajador altamente especializado -en cada uno de los distintos niveles-, lo cual ha obligado a adaptar la oferta local, mejorando su nivel de conocimiento, desde el peonaje a la especificidad técnica.

Los flujos migratorios, dentro de las debidas reglas de convivencia, son fenómenos indispensables

La pregunta que ahora debemos hacernos es si la mano de obra que puede ofrecer la reciente inmigración está a la altura de esa nueva demanda. Con las evidentes excepciones -casi siempre de la misma procedencia social y geográfica-, hay que reconocer que la mayor parte de esa oferta no corresponde a las necesidades de la economía del conocimiento, porque suele ser el residuo de sistemas productivos ya obsoletos, casi preindustriales. En general, pues, la mano de obra que ofrece, de momento, la inmigración reciente no parece dar respuesta a las necesidades de nuestro crecimiento económico y viene sólo a sostener los residuos de unos viejos sistemas -industria, agricultura, servicios, etcétera- que en Cataluña todavía tendrían que corregirse. Por eso se suele decir que esos inmigrantes llegan predestinados a lugares de trabajo que los nativos no quieren ocupar porque ya se han situado en la nueva industria, más eficaz, mejor remunerada y con futuro más evidente, donde no se reclama mano de obra basta y barata, sino manos y mentes que ocupen los diversos escalones tecnológicos. Por tanto, los que consideran la inmigración como un factor económico positivo e incluso indispensable defienden el mantenimiento de los residuos de los viejos sistemas productivos, que, de momento, no hemos sido capaces de reciclar debidamente e introducirlos en la economía del conocimiento y que han de sobrevivir con la ayuda de salarios bajos. Es decir, el éxito laboral de la inmigración depende, de momento -en espera de su propia remodelación técnica-, del mantenimiento de sectores productivos atrasados.

Joan Trullent, en la mencionada conferencia, reconocía, a pesar de su optimismo, una nota negativa: la producción catalana no alcanza una buena calificación en competitividad y éste es el punto negro del diagnóstico, y además, otro argumento para juzgar el rol de la especificidad de la mano de obra. La raíz de este problema es difícil de clarificar, pero no hay duda de que en su complejidad interviene la participación activa de lo que se llama capital humano, desde los directivos a los operarios. Parece cierto que esa participación debe lograr otros niveles cualitativos si queremos forzar la competitividad. También desde este punto de vista, no necesitamos mano de obra de bajo costo y, en consecuencia, de bajo rendimiento, apta sólo para sistemas que no son en sí mismos competitivos.

Sea bienvenida la inmigración, pero no pensemos que con ella llega la mano de obra que nuestra economía necesita. Acoger adecuadamente esa inmigración quiere decir integrarla de manera completa, y para ello una línea fundamental -mejor que otras medidas más políticas y quizá ideológicas- es darle los instrumentos para convertirse en una mano de obra adecuada a la demanda más cualificada. Como en casi todos los problemas del país, tenemos que acabar refiriéndonos a la educación como punto de partida. Las escuelas técnicas universitarias, la enseñanza laboral, los centros de aprendizaje, ¿serán capaces de transformar rápidamente esas masas inmigratorias en un capital humano que no haya que desperdiciar en operaciones no competitivas, sino destinarlo a economías de alto rendimiento? Es difícil porque hasta ahora esas instituciones no han alcanzado grandes logros ni siquiera en ambientes más sosegados. Pero algún día, algún Gobierno realmente progresista las tendrá que poner en marcha acelerada. Será el momento de la integración.

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Antes de terminar, dos observaciones para matizar los argumentos. Primera: reconozcamos que una pequeña parte de la inmigración aporta altos niveles de conocimiento, integrados incluso en nuestras líneas de investigación. Es un porcentaje que hay que valorar, pero que no cambia el problema general. Segunda: la economía no es, ni mucho menos, el único factor para enjuiciar un proceso de inmigración. Los flujos migratorios, dentro de las debidas reglas de convivencia, son fenómenos indispensables en democracia. Y lo es también la obligación de ofrecer a los inmigrantes los instrumentos de integración. Ahora se trata, prioritariamente, de convertirlos a la economía del conocimiento.

Oriol Bohigas es arquitecto.

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