Rossana Rossanda
"¡Usted ha sido un mito!", le han dicho muchas veces. "Ahora bien, ¿quién quiere ser un mito? Yo no. Los mitos son una proyección ajena, con la que no tengo nada que ver. Me desazona. No estoy honrosamente clavada en una lápida, fuera del mundo y del tiempo. Sigo metida tanto en el uno como en el otro", contesta con firmeza y algo inquieta la compañera Rossana Rossanda. Siente que a través de ella se interpela a los que fueron revolucionarios europeos. A los que ya no lo son, la mayoría, y a los que, como ella, no renuncian ni a su pasado ni a su deseo ardiente de un mundo distinto.
Rossana ha estado esta semana en Barcelona. Los medios de comunicación le han prestado atención pero quizás no tanta como el personaje "mítico" se merece. En TV-3, en una de sus últimas apariciones en televisión antes de ser nombrada directora, Mònica Terribas le hizo una sensible entrevista. El Instituto Italiano de Cultura, una vez más, ha sido el lugar en el que durante unas horas ha brillado la inteligencia apasionada procedente de Italia. Mientras allá soportan el estilo chabacano, las declaraciones fascistas y la exaltación de la ignorancia de Berlusconi y sus bandas, aquí en Barcelona tuvimos el privilegio de escuchar y conversar con uno de los grandes personajes del siglo.
"¿Asumir como valor etéreo la democracia es compatible con mantener el ideal revolucionario?"
El motivo ha sido la presentación de su libro, La muchacha del siglo pasado, editado por Foca-Akal. Hace un año y medio publiqué un artículo en este periódico, El fantasma desaparecido, en el que llamaba la atención sobre las memorias de "la Rossanda" y de Ingrao (Quería la luna), probablemente los dos dirigentes del comunismo italiano más brillantes intelectualmente. Sugerí a algunas editoriales su traducción pero encontré bastante escepticismo sobre su posible valor comercial. Me debí contagiar de este espíritu puesto que a pesar de que desde la dirección de EL PAÍS me sugirieron que escribiera más sobre estos personajes, no lo hice. Afortunadamente, la interesante editorial madrileña lo ha hecho y además ha propiciado que primero se presente en Barcelona.
Rossana quiso no sólo presentar sus memorias y aceptar todas las demandas de los medios. También se ofreció para participar en encuentros de debate, en igualdad de condiciones que sus compañeros de mesa. En tres días, de lunes a miércoles de la semana pasada, además de los encuentros con los medios y con amigos de la época de sus viajes clandestinos, y otros más jóvenes, y de la presentación de su libro, estuvo en la universidad y en dos largas sesiones de debate organizadas por la Universitat Nòmada, el lunes en Terrassa, en el estupendo centro cultural Candela, y el martes en Barcelona, organizado por Exit, en su local de la calle de Santa Anna. En ningún momento nos hizo sentir ni que era mito o no, un gran personaje histórico, ni tampoco una señora de 84 años. Discutía del presente con pasión y se refería al pasado sin acritud. Escuchaba con atención a jóvenes que acababa de conocer y con complicidad a viejos compañeros de militancia. Ante un café en el Zurich recordamos una mañana el viaje en el que nos conocimos, en los años 70 en pleno crepúsculo de la dictadura, por medio de Fernando Claudín. Entonces ella ya no era del PCI sino dirigente de Il Manifesto, la corriente de izquierdas que en el fragor del 1968 fue expulsada del Partido.
En el prefacio de las memorias, otro intelectual histórico de la izquierda europea, su amigo Mario Tronti, nos dice que el libro es "el relato de un gran amor malogrado... el amor entre Rossanda y el PCI". Un amor nacido en la resistencia: ingresa en el PCI en 1943, a los 19 años. Para combatir el fascismo, a los nazis que ocupan el país. Pero hay algo más. Descubre en el comunismo un principio al que no renunciará nunca: no transigir con lo inaceptable. "¿Cómo soportar que la mayoría de las personas que nacen no tengan ni siquiera la posibilidad de pensar quiénes son, qué harán con sus vidas, que hayan perdido la aventura humana antes de emprender el viaje...? Los comunistas eran los únicos que negaban la inevitabilidad de lo no humano". Asume la militancia en "el partido duro... una red fatigosa pero viva que estructuró el pueblo de izquierda... una inmensa aculturación de masas... la ignorancia es el arma de los ricos contra los pobres", escribe Rossanda. Y añade más adelante: "Mientras la URSS continuó siendo un signo de contradicción pensé que era preciso aguantar y esperar... mientras el PCI organizó y expresó a los que carecen de medio de producción, sus límites, tosquedades, sectarismo o prudencias fueron soportables". Pero llegó un momento que ya no fue soportable. El menosprecio del PCI a las movilizaciones estudiantiles de 1968 y a las obreras de 1969 y a la invasión de Checoeslovaquia por parte de la URSS que acabó con el "socialismo democrático" de la primavera de Praga provocaron su oposición radical a la dirección y su posterior expulsión.
Rossanda se interroga, con una lucidez que interpela a toda la izquierda, sobre cuándo el PCI, o su dirección, renunció a la revolución e hizo desaparecer de su horizonte la posibilidad de acabar con el capitalismo.
"Tuvo que haber un momento en que el grupo dirigente comunista decidió que a fin de cuentas había que asumir lo mejor de la burguesía... acompañado de la democracia parlamentaria, garantizando esta última sin aventurarse más allá. Las cautelas de los comunistas en las Constituyentes se tornaron estables. Pudo ser que Togliatti y los suyos se convencieran de que todo intento de terminar con la propiedad y el mercado habría conducido al régimen de la URSS... ¿La hipótesis de una revolución, la más moderna o la menos parecida al asalto al Palacio de Invierno, la más madura en sus fines y en sus medios había desaparecido hacía ya mucho tiempo? ¿Había sido solamente un símbolo y nada más?".
En resumen: ¿asumir como valor intangible la democracia es compatible con mantener el ideal revolucionario? Aunque el marxismo maneja la dialéctica de las contradicciones, no es fácil resolver esta síntesis.
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