La revuelta contra el destino
La fundación de Israel hace 60 años fue "una revuelta contra el destino", asegura el ex ministro de Exteriores Shlomo Ben-Ami. Es vital, añade, alcanzar un acuerdo histórico con los palestinos que legitime el Estado judío a ojos de quienes se creen sus víctimas
Israel es uno de los grandes ejemplos de éxito de la era moderna. Un país que renació a partir de supervivientes del Holocausto y comunidades judías desarraigadas, salidas del polvo de la anarquía en imperios desintegrados. Judíos de distintos orígenes y con diversos modos de vida convergieron en la tierra de sus oraciones cotidianas procedentes de lugares tan diversos como los guetos de Europa del Este y los confines de Occidente; los campos de refugiados de un continente que se había convertido en una enorme fosa común para los judíos europeos y las mellahs de Fez y Marraquech; una Unión Soviética en proceso de desintegración, con una minoría judía silenciosa que huyó en busca de una nueva patria, y los desiertos de Etiopía, desde los que una vieja y olvidada diáspora judía marchó con ansiedad al encuentro de sus raíces milenarias.
La brecha entre laicos y religiosos, árabes y judíos, ricos y pobres puede acabar en una explosión violenta
La paradoja se ilustra con la coexistencia de un sentimiento de poder y un apocalíptico temor a la aniquilación
Los avances en el proceso de paz se han debido casi siempre a pasos de los árabes, no de los israelíes
El conflicto actual no es una colisión sobre territorios y fronteras, sino un choque de derechos y recuerdos
Casi todas las revueltas son rebeliones contra un sistema; el establecimiento del Estado de Israel fue una revuelta contra el destino. A diferencia de los colonialistas europeos, que actuaban como cabezas de puente de los intereses estratégicos de la madre patria, el sionismo buscaba cortar los vínculos de los judíos con sus países de origen, un nuevo comienzo, una ruptura radical con la historia judía. El sionismo fue una revolución social y cultural que en sus inicios creyó, lleno de inocencia, que ni siquiera necesitaría el uso de la fuerza para reafirmarse. Cuando los primeros sionistas hablaban de "conquista", se referían a "conquistar" la naturaleza y el desierto.
Sin embargo, pronto se dieron cuenta de que "conquista" significaba no sólo el regreso a la tierra, sino librar una guerra y desposeer a las comunidades árabes locales. La revolución sionista, por consiguiente, hizo que los judíos tuvieran que destacar como agricultores y como guerreros, dos actividades con las que nunca había estado identificado su estereotipo.
Hoy, los israelíes pueden estar orgullosos del crecimiento de su economía, debido sobre todo a la calidad de su capital humano; han creado una de las agriculturas más innovadoras del planeta, y han resucitado la vieja lengua hebrea para convertirla en la lingua franca de la nueva nación. Y han sostenido, contra todo pronóstico, una democracia que, pese a sus imperfecciones y a que a menudo es peligrosamente disfuncional, tiene una energía asombrosa.
Pero ahora, en su 60º aniversario, Israel se encuentra en una encrucijada fundamental. Nunca como ahora ha sido tan apropiado el tópico. Está en juego nada menos que el destino del Estado. Al fin y al cabo, fue el propio primer ministro israelí quien advirtió de que, si Israel sigue empantanado en los territorios ocupados y no se crea un Estado palestino, la consecuencia podría ser "el final del Estado judío".
Igualmente acuciantes son los desafíos internos del país. Sesenta años después de la creación del Estado, siguen existiendo tremendas brechas entre laicos y religiosos, judíos y árabes, pobres y ricos, el centro y la periferia, y cada una de ellas puede acabar en una explosión violenta. Ahora que la sociedad monolítica que los padres fundadores encarnaron en el sabra, el "hombre nuevo" de la revolución sionista, está fragmentada en un tenso tapiz multiétnico compuesto por judíos y por una importante minoría árabe relegada, por una prolífica comunidad ultraortodoxa que vive de subsidios estatales y por nacionalistas religiosos que defienden una corriente mesiánica del sionismo, por una inmigración rusa de calidad y una comunidad etíope marginada, por judíos orientales que siguen luchando para incorporarse a la clase media y askenazíes acomodados, y por un centro rico y una periferia pobre, Israel todavía tiene que resolver los peligrosos desequilibrios en su estructura social. Y por muy creativa que pueda ser su economía, la carga del gasto militar está menoscabando gravemente las inversiones del país en educación e investigación científica.
En sentido metafórico, la psique nacional de Israel oscila hoy entre Tel Aviv y Jerusalén. Tel Aviv es la evolución moderna de un Israel que adopta la cultura del laicismo, el hedonismo y el crecimiento económico. Tel Aviv cree en el Estado de Israel como entidad legal, distinta del concepto peligrosamente amorfo y confesional de "Eretz Israel" de los de Jerusalén. Tel Aviv ha sustituido el espíritu pionero de los primeros años por las tentaciones de la modernidad, el liberalismo y la "normalidad". Aspira a formar parte de la "aldea global" y dejar de ser una "aldea judía" aislada y provinciana, como le gustaría a Jerusalén. El Israel de Jerusalén considera que el ansia de normalidad de Tel Aviv es un deseo superficial y de una indiferencia casi criminal hacia las profundidades de la memoria y las enseñanzas de la historia judía. El Israel de Jerusalén es el de la búsqueda de las raíces judías, el miedo abismal a "los árabes" y una desconfianza constante de los "gentiles" y su "comunidad internacional".
Israel nació con una guerra y ha vivido guerreando desde entonces. Pocas veces en la historia ha ocupado un movimiento nacional la tierra prometida con el brillante despliegue de savoir faire diplomático y habilidad militar que mostraron los sionistas en su camino hacia la creación del Estado, hace 60 años. Ahora bien, la sobrecogedora victoria de Israel contra tres ejércitos árabes en 1967 representó su grandeza, pero también el inicio de su declive moral y político. Cuarenta y un años más tarde de aquella guerra, Israel sigue sin poder escaparse de la corrupta ocupación de los territorios palestinos ni de la locura de la expansión de los asentamientos.
Esa iba a ser la paradoja de la existencia de Israel a lo largo del tiempo, un sentimiento de poder unido a un miedo constante a la aniquilación. La historia de Israel se ha caracterizado por una reacción traumática a cualquier iniciativa que afecte a su seguridad física. Y la experiencia histórica de los judíos tampoco facilitaba la conciliación. La crisis de la conciencia judía en la traumática transición desde el Holocausto hasta la creación del Estado no está aún totalmente superada. Israel siempre ha optado por una interpretación fatalista de los retos regionales. Al ser la respuesta territorial al miedo atávico de los judíos, ha sido demasiado tiempo incapaz de derribar las paredes de su legado. Su desafío más urgente hoy es llevar a cabo un cambio drástico de estrategia y vencer la tendencia tradicional de sus dirigentes a tomar decisiones basándose siempre en las hipótesis más pesimistas.
Una característica desgraciadamente repetida en el conflicto árabe-israelí es que ninguna guerra en la que los árabes han quedado humillados ha desembocado nunca en un acuerdo de paz, del mismo modo que ninguna guerra resuelta con una victoria aplastante de Israel ha hecho que sus dirigentes fueran unos vencedores magnánimos. Los avances hacia la paz se han debido casi siempre a pasos que han dado los árabes, no los israelíes. Así ocurrió con la guerra de 1973, que inició el presidente Sadat con el fin de obligar prácticamente a Estados Unidos a mediar en un acuerdo de paz entre Egipto e Israel, y también con la Intifada palestina de 1987, que obligó a Israel a abandonar la cómoda política de la inercia y emprender un proceso que iba a culminar en los acuerdos de Oslo.
En su 60º aniversario, Israel se enfrenta a un siniestro dilema. La solución de dos Estados que aseguraría que Israel siga siendo un Estado judío y democrático corre peligro si no se llega a un acuerdo con los palestinos. El que no lo hayamos conseguido hasta ahora tiene mucho que ver con la peculiar naturaleza del conflicto.
Lo que ha convertido el conflicto palestino-israelí en una disputa tan prolongada es su carácter total y absoluto. Porque no se trata sólo de un enfrentamiento por tierras ni de una disputa fronteriza cualquiera; es un choque de derechos y de recuerdos. El amor a los mismos paisajes, las reivindicaciones mutuamente excluyentes sobre tierras y lugares y símbolos religiosos, y el espíritu de desposeimiento que pretenden monopolizar las dos partes hacen que sus respectivas narraciones sean prácticamente irreconciliables. Es además una guerra de imágenes, imágenes contrastadas y demonizadas; una lucha entre dos mitologías nacionalistas que reclaman el monopolio de la justicia y el martirio. La historia de los desastres judíos y la instrumentalización que ha hecho el sionismo de ellos es una lección que los palestinos absorbieron con rapidez. Expulsión, exilio, diáspora, holocausto, regreso, genocidio, son palabras clave de judíos e israelíes que se han convertido en parte fundamental del espíritu nacional palestino.
Mientras que la paz con los Estados árabes es un asunto estrictamente político, basado en la restitución de las tierras, la paz con los palestinos es un intento casi de romper el código genético del conflicto árabe-israelí -y tal vez incluso de la disputa entre judíos y musulmanes- que afecta a los derechos de propiedad religiosos e históricos. El hecho de que Arafat no obtuviera la paz para su pueblo tuvo mucho que ver con su resistencia intrínseca a ser el primer y único dirigente árabe dispuesto a reconocer las extraordinarias raíces históricas y religiosas del vínculo entre los judíos, su patria milenaria y sus lugares sagrados.
En la historia ha sido frecuente que los movimientos nacionales, que casi siempre están formados por un ala radical y un ala pragmática, hayan tenido que escindirse para alcanzar la tierra prometida. El consenso equivale a negar la autoridad, y muchas veces es una receta para la parálisis. Un ejemplo es el sionismo. Si el ultranacionalista Irgun de Menájem Beguin hubiera formado coalición con el pragmático Mapai de Ben-Gurion en 1947, los sionistas habrían rechazado la partición de Palestina, y Ben-Gurion no habría podido proclamar el Estado judío hace 60 años.
Pero, por otro lado, no hay que elevar este concepto a la categoría de dogma. En el caso palestino, y con la falta de una autoridad histórica como la que Arafat proporcionaba, es inconcebible que el ala radical, Hamás, quede apartada del proceso de construcción del Estado palestino. Un grave déficit de democracia podría reducir más todavía las posibilidades de paz.
El movimiento sionista permitió a los judíos recuperar sus derechos y les dio una llave para el futuro gracias a una combinación particular de razón democrática y razón utópica. Esas mismas herramientas deben ahora utilizarse al servicio de la tarea más vital que aguarda al Estado judío: la de poner fin al conflicto con el mundo árabe, en especial con los palestinos. Los judíos no sobrevivieron a todos los horrores del exterminio sólo para terminar encerrados tras los muros de sus propias convicciones, seguir pensando que tienen la razón y permanecer inamovibles. Sobrevivieron para encontrar una solución a lo que durante largo tiempo ha parecido un problema insoluble, el de convertir el Estado judío en una realidad legítima desde el punto de vista de quienes se consideran sus víctimas.
Shlomo Ben-Ami, antiguo ministro de Exteriores de Israel, es en la actualidad vicepresidente del Centro Internacional de Toledo para la Paz. Su último libro es Scars of war, wounds of peace: The Israeli-Arab Tragedy. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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