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Cosa de dos
Columna
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Frank

Enric González

Esa mirada húmeda paseó por todos los canales. Eran las últimas penas de Frank Rijkaard tras la despedida atroz del Bernabéu y justo antes de la otra despedida, la definitiva. Se le podía reprochar cualquier cosa menos falta de elegancia. No perdió los nervios cuando las cosas iban mal, ni mostró arrogancia luego, cuando el Barcelona se comía el mundo. Este año, en la temporada del desastre, propicia al exabrupto, se portó como un caballero.

Quizá tome calmantes, o cualquier otra cosa. Da igual: sólo funcionan hasta cierto punto. El mérito de Rijkaard radica en la bondad de carácter, innata, y el autocontrol, algo que ha conseguido imponerse a sí mismo. Rijkaard fue un futbolista explosivo en todos los sentidos. Fue célebre su bronca con el alemán Rudi Voeller en un Holanda-Alemania de 1990 (Rijkaard escupió varias veces a su rival, le retorció la oreja y le dio un pisotón), como lo había sido, en 1987, su bronca con Cruyff, por entonces su entrenador en el Ajax. En un entrenamiento, a Rijkaard se le cruzaron los cables y abandonó el estadio jurando que no quería verle más. Y se fue, a Lisboa, Zaragoza y Milán, donde estableció el manual del moderno mediocentro.

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Dicen que Cruyff fue consultado por el Barcelona sobre la conveniencia de contratar a Rijkaard como técnico. Y dicen que Cruyff, que se ha ganado su fama de sabio con frases surrealistas y sin demasiado sentido, no entró en méritos profesionales. Se limitó a tres palabras: "Es bien persona". En efecto, lo es. Las buenas personas son las que mejoran con el tiempo. Rijkaard ha respetado a sus jugadores (aunque no siempre lo merecieran), a los rivales, a los directivos, a la prensa y al público. Ha sido un elemento de sosiego en el más atractivo y caro espectáculo televisivo. Y, encima, ha dado al barcelonismo más éxitos que Cruyff. En un negocio que abunda en saltimbanquis infantiloides y paranoides zafios constituye una feliz anomalía: un adulto equilibrado. Fútbol al margen, todos perdemos algo con su marcha.

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