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Silueta de un presidente emparedado

Leopoldo Calvo-Sotelo y Bustelo, sobrino carnal del protomártir de la Cruzada José Calvo Sotelo, pertenecía por linaje familiar a la más selecta aristocracia del régimen franquista; era portador -junto con los Primo de Rivera, los Mola y pocos más- de uno de esos contados apellidos que figuraron durante cuatro décadas en el callejero de todos los municipios de España. Por añadidura, su matrimonio con una hija de quien fue entre 1939 y 1951 ministro de Educación Nacional, José Ibáñez-Martín, le emparentaba todavía más estrechamente con el meollo humano de la dictadura de Franco.

Pese a ello, su actitud respecto del franquismo parece haber sido fría, displicente, muy lejos de los fervores de algunos otros futuros protagonistas de la transición, como Adolfo Suárez o Manuel Fraga. Desoyendo el consejo de este último, decidió estudiar Ingeniería de Caminos en vez de Derecho, lo que era un modo de tomar distancias respecto de la política oficial entonces imperante. Y aunque sin duda llamarse Calvo-Sotelo era una excelente tarjeta de presentación para cualquier puesto profesional, lo cierto es que trabajó durante 25 años en la empresa privada y que, en vida del Generalísimo, sus cargos públicos tuvieron un marcado perfil tecnocrático y gerencial y una mínima carga ideológico-política.

Calvo-Sotelo era capaz de abstraerse tocando el piano mientras la UCD ardía. A diferencia de Nerón, el no prendió fuego

Cuando por fin, casi cincuentón, dio el salto a la política con mayúsculas, primero como ministro de Arias Navarro y luego de Suárez, éstos le encomendaron carteras a fin de cuentas menores, sobre todo para ejercerlas durante algunos meses, uno o dos años: Comercio, Obras Públicas, Relaciones con las Comunidades Europeas... El propio Calvo-Sotelo se referiría más tarde, con su fina ironía, a esos "ministros raros, ministros que hoy son y mañana van al horno, como los lirios del Evangelio, muy lejanos de las grandes carteras estables: Hacienda, Interior, Exteriores".

Las biografías oficiales dan a entender que, si el Adolfo Suárez de los años dorados no le situó en puestos más altos, fue para poder delegarle la organización y el cuidado de la Unión de Centro Democrático (UCD), el partido suarista. A mi juicio, fueron el desapego de Leopoldo Calvo-Sotelo con respecto a los goces del poder, la socarrona distancia que ponía entre él y los cargos, los rasgos que indujeron al presidente del Gobierno a confiarle la puesta en marcha de ese formidable instrumento de influencia personal que hubiese podido ser, en otras manos, la UCD. Del mismo modo, resulta difícil no ver en su nombramiento (septiembre de 1980) como vicepresidente económico de un Suárez ya políticamente herido la elección, por parte de éste, de un número dos que no estaba ansioso por reemplazar al número uno.

Sin embargo, los acontecimientos se precipitaron y, a finales de febrero de 1981, Calvo-Sotelo devino, en las dramáticas circunstancias de todos conocidas, el segundo inquilino del palacio de La Moncloa. "No llegué a la Presidencia del Gobierno", ha escrito él mismo, "con el estado de gracia y la fuerza que se atribuyen al ungido por el voto popular: llegué con la debilidad congénita propia del voto de unos barones enfrentados en la guerra civil de UCD" (Memoria viva de la transición, pág. 32). Conviene subrayar que, dentro de esa guerra civil, ejerció de beligerante poco pugnaz, escasamente combativo, no fuese a creer nadie que estaba aferrado a la poltrona. El propio Adolfo Suárez verbalizó las diferencias entre ambos: "A ti, Leopoldo, te interesan la ciencia y la filosofía, te gusta viajar, te apasiona la vela, te llena tu familia; y a mí nada me basta, si no es la política" (ibídem, pág. 90). Calvo-Sotelo, "pedante" y "leído" según los calificativos que él mismo se aplica, era alguien capaz de abstraerse tocando el piano mientras la UCD ardía; sólo que, a diferencia de Nerón, no había sido él el incendiario.

Durante sus apenas 21 meses de mandato, el presidente ahora fallecido formalizó el ingreso de España en la OTAN, decisión criticada entonces por las izquierdas con una saña que se ha demostrado injusta. Rompiendo con las veleidades tercermundistas de Suárez, Calvo-Sotelo quiso anclar definitivamente la España democrática en el bloque occidental, una apuesta que la historia europea de los últimos cinco lustros ha revalidado con creces. El otro punto fuerte de aquel corto bienio 1981-82 fue el giro recentralizador en materia territorial: "Acertada o no, la política que condujo a los pactos autonómicos de julio de 1981, y a la LOAPA entre ellos, fue una decisión mía que se anunció en el discurso de investidura cinco días antes del 23-F" (ibídem, pág. 104).

Tal vez, viniendo del sobrino de quien dijo preferir "una España roja que rota", el recelo hacia las nacientes autonomías, la angustia ante el presunto debilitamiento del Estado, eran inevitables. Factores hereditarios al margen, no hay duda de que Leopoldo Calvo-Sotelo vivió el proceso descentralizador como una dinámica de concesiones que era preciso cortar; para él, "los nacionalistas en general, pero Pujol de manera eminente, se quejan por principio". Seguramente esta percepción de las cosas le indujo, ya en los años 1990, a acercarse al Partido Popular y a José María Aznar. Eso sí: con la discreción exquisita de quien ni busca ni quiere que nadie sospeche que busca nada a cambio.

Cuando, en 2002, el Rey quiso concederle una merced nobiliaria, hubo de ser la de marqués de la Ría de Ribadeo, porque el ducado de Calvo-Sotelo ya lo había dado Franco a los descendientes del protomártir. Fue, en todo caso, un gesto hacia aquel monárquico de solera cuya imagen histórica quedará para siempre emparedada entre dos figuras del relieve de Adolfo Suárez y Felipe González.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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