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Columna
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Clase política y sociedad civil

La renuncia del diputado Eduardo Zaplana al escaño y su contratación por Telefónica como delegado para Europa ha coincidido con el anuncio de que el ex director de la Oficina Económica de La Moncloa, David Taguas, estará al frente -si el informe del Ministerio de Administraciones Públicas sobre compatibilidades lo autoriza- de la Sociedad de Empresas de Obras Públicas de Ámbito Nacional (SEOPAN). El tránsito desde los cargos públicos por elección o por libre designación hasta los puestos de alta responsabilidad en las empresas privadas no puede ser juzgado sólo -aunque también- con arreglo a los criterios del derecho; hay normas políticas, éticas e incluso estéticas que tienen igualmente un ámbito de competencia.

La contratación de Eduardo Zaplana y David Taguas suscita recelos

Porque la ley reguladora de Conflictos de Intereses de Altos Cargos 5/2006 o el Título XIX del Código Penal sobre delitos contra la Administración Pública (incluido el tráfico de influencias) no agotan la complejidad ni abarcan todos los matices de las zonas fronterizas entre los poderes político y económico. Ni que decir que la garantía constitucional de presunción de inocencia ampara los comportamientos de los políticos -como de los restantes ciudadanos- mientras no se demuestra lo contrario. La prosa jurídico-administrativa de la norma 5/2006 se presta a diversas interpretaciones: el artículo 8 limita el ejercicio de las actividades privadas, durante los dos años siguientes al abandono del puesto, a los miembros del Gobierno, a los secretarios de Estado y a los demás altos cargos enumerados por el artículo 3. David Taguas -el secretario de Estado que sustituyó a Miguel Sebastián cuando éste fue candidato a la alcaldía de Madrid- se halla sometido a esas cautelas. En cambio, Zaplana, portavoz parlamentario del principal partido de la oposición durante la anterior legislatura, abandonó el Gobierno hace cuatro años tras la derrota electoral del PP.

Las interrogantes sobre estos polémicos casos se hallan cargadas de implicaciones normativas de carácter extrajurídico, también vinculantes. ¿Tiene Zaplana los saberes especializados, la experiencia internacional y el dominio de idiomas indispensables para ser el delegado de Telefónica en Europa? ¿No resulta algo chirriante que Taguas pase sin solución de continuidad a defender los intereses sectoriales de las constructoras después de haber sido su interlocutor como representante del interés general del Estado?

En cualquier caso, el reclutamiento de la clase política y sus vías de comunicación -de ida y vuelta- con la sociedad plantean conflictos de todo tipo. La alternancia en el poder (central, autonómico y municipal) de los partidos resucita para los cargos electos y de libre designación situaciones semejantes a las vividas en las novelas de Galdós por los funcionarios cesantes de la clientelar España de la Restauración. El enorme incremento del gasto público y del intervencionismo estatal durante las últimas décadas no sólo multiplica los puestos representativos y ejecutivos reservados a los políticos de partido, sino que también eleva los niveles de ingresos, el prestigio social, la capacidad de influencia y los recursos humanos, materiales y de servicios puestos a disposición de sus titulares. El revés de la trama es el duelo padecido por los beneficiarios de esas posiciones privilegiadas cuando pierden el cargo a consecuencia de una derrota electoral o de un cese. Como enseña el caso de Eduardo Zaplana, la conservación del escaño como diputado raso no siempre sirve de consuelo a los políticos defraudados por el tropiezo electoral de su partido o por la pérdida de poder en la nomenklatura organizativa; Acebes, Pizarro y Costa pueden ser las próximas víctimas de ese síndrome.

La expulsión del paraíso no implica problemas laborales para el personal de las diferentes Administraciones públicas, con derecho a la excedencia especial y la reserva de plaza (salvo los militares). El significativo porcentaje ocupado dentro de los cargos electos o de libre designación por enseñantes (de maestros a catedráticos), funcionarios de distintos niveles, jueces, fiscales, diplomáticos, letrados del Consejo y abogados del Estado, registradores de la propiedad y otros cuerpos de la Administración, tal vez se deba a la falta de riesgo que significa el paso de la burocracia a la política en viajes de ida y vuelta sin límites de número y tiempo.

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Aunque la excedencia especial también se aplica en las empresas privadas, el privilegio comparado de los llamados servidores públicos es su doble acceso a la organización estatal: como políticos que hacen las leyes, dictan los decretos, ordenan los gastos y trazan las líneas de actuación, por un lado, y como funcionarios que aplican las normas y mantienen la maquinaria en marcha, por otro. Si esa tendencia se acentuase, las habituales invocaciones a la sociedad civil como instancia controladora de una clase política que teóricamente la representa serían una mera ficción retórica: a uno y otro lado de las urnas estarían siempre las caras de los miembros de la burocracia estatal.

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