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Columna
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Mercè Rodoreda en Madrid

Aún estamos a tiempo de ver en el Teatro Valle Inclán la adaptación teatral de la novela de La plaça del Diamant, hecha por Josep Maria Benet i Jornet, con montaje del Teatre Nacional de Catalunya. Hoy es el último día. El 23 de abril muchos de los escritores que vivimos en Madrid cogíamos el AVE para celebrar Sant Jordi en Barcelona, y poco después Mercè Rodoreda nos ha devuelto la visita para celebrar los 100 años de su nacimiento, lamentablemente no en persona (murió en 1983), pero sí con su enorme talento rescatado para las tablas también, aparte de la citada representación, por una brillante Ana Belén en el teatro Español, bajo la dirección de Joan Ollé. Así que en medio de todos los espectáculos, conferencias, exposiciones y fastos del Dos de Mayo, ha logrado abrirse paso esta mujer de cabello rubio claro y aspecto entre mundano y reservado con uno de los personajes más tiernos y fuertes de la literatura del siglo XX, Colometa. Claro que un personaje así, una novela así, no sale por casualidad, aunque no deje de ser un milagro. Sólo hay que leer el prólogo a otra de sus novelas, la espléndida e inteligente Espejo roto para comprobar que sus reflexiones sobre literatura, sobre la composición narrativa, los personajes, la inspiración y el deseado y misterioso estilo son de una frescura y modernidad apabullantes.

Se adelantó al minimalismo, se adelantó a su época, dejó atrás el realismo social

Sabía de lo que hablaba, lo que decía salía de la experiencia, de su conocimiento, de no dejarse embaucar, de su amplitud de lecturas que abarcaban de lo más clásico a lo más novedoso. Y por eso seguramente sabe expresar de una manera tan natural ideas de gran calado, del tipo de: "Escribir bien es difícil. Por escribir bien entiendo decir con la máxima simplicidad las cosas esenciales. No siempre se consigue. Dar relieve a las palabras; las más anodinas pueden brillar cegadoras si las colgamos en el lugar adecuado". Nos avisaba de que el salto de una página correcta o normal a una buena es mortal. Se adelantó al minimalismo, se adelantó a su época, dejó atrás el realismo social sin caer en los experimentalismos. No era una escritora ingenua en absoluto, sino que ponía su sabiduría al servicio de conservar el don de una cierta inocencia que le permitía ver, y hacérnoslo ver a nosotros, lo cotidiano, lo visto y manoseado ya mil veces, como si fuera la primera vez.

Rodoreda resplandece en medio de una ambición creativa al rojo vivo, que seguramente la ayudó a seguir adelante con grandes parones en que según sus palabras se dedicó a sobrevivir. De hecho, tuvo que esperar a los 50 años para que le llegase la inspiración de La Plaça del Diamant, mientras tanto le habían ocurrido muchas cosas: un matrimonio fracasado, un hijo que tuvo que dejar atrás, un exilio, amores apasionados, decepciones y aun así encontró el coraje de responsabilizarse, en unos tiempos tan difíciles, de sus deseos, su imaginación y su capacidad y no dejarse languidecer por la resignación. Los imponderables de la vida. Cuántos premios literarios merecidos que no le dieron, a pesar de que le dieran otros, cuánta lucha por encontrar su estilo y por ganarse la vida, cuánta incertidumbre emocional.

Todo esto contrasta con su última imagen de dama apacible y serena, de cabellos blancos, que parece que no ha roto un plato en su vida. Tal vez de "aire distraído", como escribe Gabriel García Márquez en un hermoso artículo que le dedicó en EL PAÍS poco después de su muerte. Por mi parte, alcancé a verla en una de las legendarias entrevistas que realizó para TVE Joaquín Soler Serrano. Ya la admiraba profundamente. Su Plaça del Diamant, lo único que había leído de ella por entonces, me había arrebatado, me había calado como una de esas mañanas de otoño entre alegres y tristes que no se parecen a ninguna otra. Los escritores seducen por lo que escriben, son lo que escriben. Recuerdo muy vagamente aquella entrevista hablando de su jardín y de que nunca cerraba las puertas de la casa ni de día ni de noche. Seguramente dijo cosas de las que tendría que haber tomado nota, pero lo que al cabo de los años he retenido fue el rostro enigmático de quien había imaginado un ser conmovedor llamado Colometa, lo indescifrable de su expresión que parecía decir: hay algo intransferible en mí, algo desconocido tras una puerta que sólo se entreabre cuando escribo.

Es fascinante la personalidad de Mercè Rodoreda. La encuentro inseparable de esos personajes suyos, que en lugar de suavizarnos la vida a los lectores prefieren hacernos sentir el duro contorno de la verdad y la mentira y el paso del tiempo en que hay que sobrevivir y ser feliz. Con apariencia tranquila, con naturalidad y normalidad, rodea a las personas y objetos de sus historias con una luz transparente y cruda, cortante igual que un cristal roto.

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