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Columna
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Primero de mayo

Antes de que García Márquez dijera aquello de "el día que la mierda tenga algún valor, los pobres nacerán sin culo" ya circulaba un chiste popular, bastante más cruel, en el que uno decía: "Este año vamos a comer más mierda...", y su atribulado acompañante respondía: "¿Tú crees que habrá bastante para todos?" De eso es precisamente de lo que se trata, de si va haber bastante mierda para todos de aquí a unos pocos años. La crisis alimentaria está dejando sin nada que llevarse a la boca a unos cuantos millones de personas en las zonas más desprotegidas del mundo, que tampoco es que se hartaran de comer hasta ahora, así que pronto dejarán incluso de defecar si una producción racional y su distribución ampliada de cereales no lo remedia, que no parece ser el caso. En ocasiones, releo o recuerdo algunos pasajes de ciertos textos de Marx, y me sorprende que la desbocada imaginación de ese profeta del catastrofismo fuera incapaz de prever que algunos ricachuelos con riñón defectuoso financiarían su trasplante a costa de las precarias riñoneras del Tercer Mundo por un pequeño puñado de dólares.

Ayer, Primero de Mayo, recordaba sin nostalgia ni rencor una mani en la Gran Vía de Madrid, hace ya algún tiempo, donde algunos despistados seguimos las consignas del partido para hacernos ver como Marx manda: emparejados para despistar a los grises, a la salida de los cines, para mezclarnos con el personal, y de cuando en cuando dar un salto dando vivas a la clase obrera, a sus sindicatos y a su esplendoroso futuro. En una de esas, va y una docena de grises nos persigue por detrás, mientras que otra docena o así se nos echa de cara por delante, así que (grave error estratégico, muchacho) no se nos ocurre otra que meternos en un portal y subir las escaleras hasta el séptimo. Los grises no eran muy listos, pero tampoco estúpidos del todo, así que nos esperan abajo, nos hacen el paseíllo en el patio dándonos de hostias, y a unos cuantos se nos llevan a la Dirección General de Seguridad. Y allí, un día entero, que se dice pronto, recibiendo hostias huecas en las orejas y otras amabilidades de la época y circunstancia. Curiosamente, años después, ya en Valencia, fui a registrar un grupo de teatro independiente y me citó la Brigada Político Social bajo la forma de un tal inspector Cuevas, muy interesado en saber por qué quería hacer teatro y haciendo como que manejaba sobre la mesa un tremendo expediente que, al parecer, me concernía. Batallitas, claro. Y mucho miedo todavía.

Como tantas veces se ha dicho, el tibio deseo revolucionario de cuando entonces de los obreros en nuestro país se disolvió en el martini que tomaban en Roma a cuenta de sus vacaciones pagadas, hermosa ciudad a la que arribaban a bordo de su seiscientos de trinqui. Perfecto. Pero ¿qué se hizo de todo lo demás? ¿A santo de qué el impulso solidario se ha convertido en actos de caridad de tercera división comandados por oenegés ampliamente subvencionadas? El Gobierno, el de aquí o el de allá, ¿tiene algo que ver con que una manzana de supermercado te venga a costar unas ochenta pesetas de las de antes? Y hablo sólo del postre. Porque ahí tiene la izquierda su gran campo de batalla, sin que asome en el horizonte el Newton capaz de entonar el eureka. Porque, y eso se olvida con frecuencia, son muchos miles de valencianos los que ya no pueden comer más que su propia mierda, si es que el intestino grueso es todavía capaz de superar su laberinto de meandros para excretar algo todavía comestible.

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