La inútil muerte de las encinas
La anomalía es que el Ayuntamiento explote el parque de atracciones del Tibidabo. El alcalde Joan Clos se vio en el trance de comprarlo porque la cosa hacía agua y, en una ciudad tan entregada a la voluntad del mercado como Barcelona, no hubiera durado ni cuatro días en manos privadas. El centenario Tibidabo es parte de ese patrimonio entrañable que tienen las ciudades: es la memoria infantil de tres generaciones. Pero un Ayuntamiento debería tener otros sistemas de protección. Coney Island, con sus altibajos, continúa siendo una hiperexplotación privada, y el precursor Prater de Viena, que fue el primer parque de atracciones del mundo mundial, no cobra la entrada, aunque sí las atracciones.
En Barcelona no todo sirve para todo y a veces el gran tesoro está en renunciar a duplicar la taquilla
Una vez con el Tibidabo en sus manos, le tocaba al Ayuntamiento adscribirlo a un departamento determinado, y no era tarea fácil: ¿Turismo? ¿Promoción económica? ¿Educación, porque el ocio también educa? Nada de eso, fue a parar a BSM, siglas de Barcelona Serveis Municipals, que mayormente explota el sistema de aparcamiento de la ciudad, subterráneo y de superficie, pero no solamente porque regenta también -agárrense- el Zoo. BSM es más que nada una máquina de hacer caja. Recauda. Es cierto que aporta un servicio, como su nombre indica, pero la mentalidad que rige es de cuadrar los números. Durante un tiempo el alcalde Clos puso bajo la tutela de BSM el Born, el mausoleo de las ruinas de 1714, porque consideró que era quien más dinero contante y sonante tenía para encarar la restauración. Pero no funcionó, quizá porque no había nada que explotar, y el Born volvió al Instituto de Cultura de Barcelona (ICUB).
Ahora el Tibidabo se ocupa en la construcción de una montaña rusa en pleno bosque, cosa que ha obligado a talar encinas y otros árboles, con el consiguiente cabreo de los vecinos, que llevan meses movilizados en contra de la iniciativa. Se ha sumado también la oposición municipal, que está atenta a cualquier aleteo de pancarta. Y en el trasfondo se agita la creciente cementización de Collserola, que los diferentes ayuntamientos se resisten a proteger debidamente. El destrozo del bosque en sí no es una catástrofe ecológica, pero es un trago amargo e innecesario. El Ayuntamiento jamás habría autorizado a una empresa privada la construcción de esa montaña rusa, porque el coste político hubiese sido demasiado elevado. Y total para nada.
El Tibidabo es un parque de atracciones familiar. Cuando la parroquia llega a la adolescencia, se escapa al Dragon Khan, y no hay ahí competencia posible. De manera que era cuestión de ennoblecer esa función de deleite infantil, de paseo turístico, de pequeñas emociones, y dejar de lado la pretensión, vana pretensión, de multiplicar infinitamente la clientela. Ni hace falta que los museos tengan un millón de visitantes ni el Tibidabo debería cambiar su carácter, fijado por la historia y la textura. Barcelona tiene que aprender que no todo sirve para todo y que a veces el gran tesoro está en renunciar a duplicar la taquilla. Como casi siempre, el gesto es el mensaje.
Patrícia Gabancho es escritora.
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