Inmigrantes y políticos
Algo comienza a moverse en el discurso progresista y en la práctica política de José Luis Rodríguez Zapatero sobre la inmigración. Quizá Zapatero no acierte siempre con las soluciones a los problemas, pero sí hay que reconocerle buen olfato para otear la dirección de los vientos que vienen.
El nombramiento de Celestino Corbacho como ministro de Trabajo e Inmigración es una señal interesante para ese viraje. Para resumir, pienso que estamos en el inicio de un cambio de rumbo en el discurso progresista, al menos en el discurso de los socialistas. Un cambio que está girando desde un enfoque centrado en los aparentes beneficios netos económicos (beneficios menos costes) de la fuerte inmigración, legal e ilegal, a otro en el que cada vez tendrán más importancia las consideraciones relacionadas con los efectos sobre el bienestar de los residentes, sean autóctonos o antiguos inmigrantes, y el funcionamiento de la política interna.
Nos encontramos en el inicio del cambio del discurso progresista sobre la inmigración
El discurso sobre los beneficios económicos de los fortísimos flujos inmigratorios que experimentó España en la última década quedó espléndidamente reflejado en un documento elaborado por la Oficina Económica del Presidente del Gobierno en la época en que estaba dirigida por Miguel Sebastián, hoy ministro de Industria, Comercio y Turismo, dado a conocer en noviembre de 2006. (www.la-moncloa.es/programas). Ese documento vino a dar fundamento económico a la política de regularización, así como a la puesta en marcha de programas de contratación de inmigrantes en sus países de origen.
Los beneficios netos, sin embargo, no parecen ser tan claros. Existe un debate altamente técnico entre economistas orientado a analizar los efectos que las olas inmigratorias tienen sobre múltiples variables: el crecimiento, la renta per cápita, las tasas de actividad y de paro, la flexibilidad del mercado de trabajo, los salarios de los trabajadores nacionales, las finanzas públicas, el sistema educativo y sanitario público, la vivienda o las pensiones. Los resultados que ofrecen algunos de esos estudios son muy críticos con las posiciones mantenidas por los gobiernos.
Al que esté interesado en estas cuestiones, le recomiendo la lectura de un informe que acaba de dar a conocer la Cámara de los Lores del Reino Unido (www.publications.parliament.uk). Su informe sobre El impacto económico de la inmigración es demoledor con las posiciones oficiales mantenidas por el Gobierno de Tony Blair en esta materia. La conclusión que se puede sacar de éste y otros informes es que hay buenas razones económicas para preocuparse por los efectos económicos y sociales de la inmigración. Pero quizá, con ser importantes, lo más relevante en relación con la inmigración no sean los efectos económicos, sino las consecuencias sobre el funcionamiento de la política y la democracia.
Esa preocupación es la que parece estar ahora abriéndose paso en el seno del nuevo Gobierno de Rodríguez Zapatero. El optimismo del ministro Caldera no era funcional en la nueva situación. De ahí su sustitución en el nuevo Gobierno por un hombre bregado en el día a día del gobierno de ciudades con un elevadísimo porcentaje de población inmigrante.
Los planteamientos del ministro Corbacho pueden entreverse en sus primeras declaraciones. Sólo unos días antes de ser conocido su nombramiento tuve la ocasión de coincidir con él en una jornada organizada por la presidenta de la nueva Fundación Tanja, Rosa Cañadas, dirigida a fortalecer las relaciones de Cataluña con el norte de África. En su intervención, en condición de alcalde y presidente de la Diputación de Barcelona, Corbacho vino a decir que la gobernación de las ciudades no se puede hacer de acuerdo con el último empadronado. Esta afirmación me pareció enigmática, pero la encontré significativa cuando unos días después se produjo su nombramiento.
Un paso más en ese nuevo enfoque fue la entrevista que publicó este periódico el pasado 20 de abril. Al ministro le preocupa lo que podemos llamar la economía política de la inmigración. Es decir, los efectos de la inmigración sobre el bienestar de los residentes, ("nadie puede perder un derecho por los inmigrantes"), y la cuestión de los derechos y obligaciones de los inmigrantes y su impacto en la política y la democracia. Pero hablar de derechos y obligaciones es hablar de ciudadanía. Es decir, de la concesión de voto.
La concesión de la ciudadanía plena a los que ya están dentro, acompañada de un mayor control en los flujos de entrada, es todo un reto. Pero pienso que los riesgos para la política y la democracia son mayores de mantenerse lo que el ministro llama, con acierto, "déficit democrático" actual. Nosotros no tenemos experiencia de olas inmigratorias. Pero la historia de los países que sí la tienen, como es el caso de Estados Unidos, muestra que el reconocimiento de ciudadanía a los inmigrantes que están dentro puede ser un impulso importante para una nueva política progresista. El ministro pedía al final de la entrevista no ya 90 días de gracia, sino sólo 30 días para reflexionar. Esperemos entonces.
Pero mientras tanto, hay que recordar que a los empresarios y a los políticos de los países desarrollados les gustaría poder atraer trabajadores extranjeros que vengan sin familia y que una vez acabado el contrato, o en caso de crisis, se vayan a sus países. El problema surge cuando caemos en la cuenta de que queremos trabajadores, pero los que llegan son personas que traen el anhelo de libertad y de bienestar. Y que por muy mal que se encuentren aquí en fases de recesión siempre estarán mejor que en sus pobres países.
Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.
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